¡QUÉ MALDAD LA
NUESTRA!: SI PEDIMOS JUSTICIA, JUDICIALIZAMOS:
EL MÁXIMO PECADO CIUDADANO
(actualización, a 13 de diciembre de 2012: ¡ACABÁRAMOS!: RESULTA QUE EL MINISTRO ES SÁDICO)
(actualización, a 13 de diciembre de 2012: ¡ACABÁRAMOS!: RESULTA QUE EL MINISTRO ES SÁDICO)
El pasado día 27 de
noviembre de 2012, se nos informaba de que, con ocasión de la Asamblea General
de las Cámaras de Comercio, Alberto Ruiz
Gallardón, Ministro de Justicia del Gobierno de la Nación, había «lamentado “la
tradición española de judicializar cualquier conflicto”».
Con esta lamentación, Alberto Ruiz Gallardón exhibía de nuevo
su enciclopédica ignorancia sobre casi todo y, en especial, tergiversaba una
tradición histórica que él, personalísimamente, podría lamentar con superlativa originalidad, pero no deformar hasta el
extremo de negar la Historia de España. Es muy penoso tener que demostrar lo
evidente (que es, en español y en sentido estricto, lo que resulta patente y no
precisa demostración) y resulta agotador verse diariamente en la tesitura de
combatir las más rotundas falsedades. Así que no me entretendré demasiado,
porque, de lo contrario, hay un dilettante sin escrúpulos intelectuales y
morales que me tendría siempre ocupado en salir al paso de mentiras, sofismas y
falacias, sin que por ello percibiese yo un más que merecido “plus” de
penosidad.
D. Felipe González (FG) y
sus otrora numerosos partidarios nos dieron la murga, durante bastantes años,
con la presunta “judicialización de la
política”, un concepto acuñado al hilo de procesos penales seguidos contra
personas que ocupaban cargos políticos en el partido y en el gobierno de FG. No digo yo que nunca se haya dado
un evento procesal que supusiese judicializar lo político: a veces ha sido
incluso una ley aprobada por políticos sin demasiada finura jurídica la que ha
metido a los jueces en berenjenales políticos difícilmente enjuiciables con
parámetros jurídicos. El fenómeno aquel que tanto preocupaba a FG era, simplemente, el de la reacción
de los tribunales de justicia ante hechos que parecían delictivos y que, en
efecto, acabaron declarándose tales, con imposición de las correspondientes
penas a quienes se logró identificar como responsables. No se judicializó la política, sino que las
instituciones reaccionaron conforme a la ley frente una criminalización de la
política. Hoy, ante casos penales relativos a la actuación de políticos, nadie
habla ya de “judicialización de la política”: se reconoce que estamos ante la
acción de la justicia frente a la corrupción política que consista en pura
delincuencia.
Ruiz
Gallardón ha dejado atrás, muy atrás, a FG. Decir que existe una “tradición española de judicializar
cualquier conflicto” es una retorcida manera de referirse a la tradición
española de acogerse a la Justicia, de la que se viene disponiendo en España desde
hace siglos, sin necesidad de ser millonario. Alberto Ruiz Gallardón es muy libre de considerar negativo que, durante
siglos, los españoles, aunque careciesen de propiedades y de derecho de
sufragio, no careciesen de audiencias que, en nombre del Rey o con autoridad
propia conferida por el pueblo, escuchasen a las personas en conflicto y
resolviesen lo procedente en buen Derecho. Pero un Ministro de Justicia se
asemeja a un engendro diabólico si, como tal Ministro, considera una “lamentable tradición española” que los
habitantes de España hayan podido y aún puedan (aunque sea por pocos días) recurrir
a los tribunales de Justicia.
“Judicializar” es un palabro de connotaciones peyorativas,
que busca desprestigiar el recurso a la autoridad judicial presentando a
quienes acuden a los tribunales como personas cuando menos molestas, pero de
ordinario abusivas y desconsideradas, que tratan de movilizar los esfuerzos de
jueces y otros servidores públicos para tareas que no les son propias. Pero
movilizar a los jueces para que resuelvan conflictos a los que son aplicables
normas jurídicas no es “judicializar. “Judicializar” sería someter a veredicto
de los jueces discrepancias sobre el arte pictórico, la genialidad musical, la
belleza arquitectónica, el ingenio humorístico o el gusto por el jamón de cerdo
ibérico frente a la gula ante la mortadela o las salchichas alemanas. ¿Hay
acaso una “tradición española” de llevar a los tribunales de justicia lo que no
son pretensiones de tutela jurídica, sino discusiones y diferencias de criterio
de toda índole, ajenas al Derecho? No, absolutamente no. Lo que ha habido en España, y de lo que todavía
hay muchos restos, es una tradición nada lamentable sino bendita y laudable: la
de que se llevan a los tribunales los agravios, lo que consideramos injusto,
ilícito e ilegal, en vez de resignarse el débil frente al fuerte o incluso el
poderoso ante quien le supera en poderío. Lo que no ha habido es una tradición
de nombrar sheriff del condado al pistolero al servicio del dueño del saloon, de las minas y de las grandes
fincas del condado. Ha habido, por el contrario, una tradición de apego al
veredicto de los jueces, reconocidos como aplicadores del Derecho. Aunque otros
muchos derechos de los españoles no estuviesen aún reconocidos o
satisfactoriamente protegidos, no ha faltado a la generalidad de ellos el
amparo de los tribunales. Ésa es la verdadera tradición española. Ésa es
nuestra Historia, tergiversada por RG
como si fuese el más atrevido de los agentes de la leyenda negra (que la hubo, como Julián Marías se ocupo de aclarar en su España inteligible. Razón histórica de las Españas).
Los españoles no hemos
tenido durante siglos ninguna tradición de llevar a los tribunales disputas o
conflictos impropios del trabajo de los jueces, discusiones y agravios sin dimensión
jurídica. Por tanto, hemos “judicializado” lo que era judicial o, lo que es igual, no hemos “judicializado” nada. Hemos
acudido a los jueces, pese a todos sus defectos, porque confiábamos en ellos y
porque no era económicamente inasequible recurrir a ellos. Esa no es una
lamentable tradición española. Es una tradición para sentirse orgullosos y
decididos a que prosiga.
Pero, de pronto, como
una maldición —que nada tiene que ver con nuestros pecados colectivos, reales,
dudosos o inventados: nada tiene que ver con haber gastado más de lo que se
tenía o haberse endeudado más de lo razonable, etc.—, ha aparecido un Ministro
de Justicia (nunca jurista, sino exclusivo profesional de la política desde su muy joven juventud) que considera “lamentable”, totalmente negativa, nefasta, la
descrita inclinación multisecular de los españoles a recurrir a los jueces y
que, además, quiere destruir la realidad derivada de esa inclinación poniendo
precios elevadísimos al acceso a los tribunales de Justicia. A eso, este relamido y pretencioso político lo compara ¡con la Revolución Industrial! Nadie había llegado tan lejos en el ejercicio de la auto-idolatría.
A la hora de los
conflictos jurídicos, de las injusticias, de las ilegalidades, ¿qué quiere este
Ministro de Justicia que hagan los españoles, en vez de acudir a los tribunales?
¿Quiere que zanjemos los conflictos a navajazos o a tiros? ¿Quiere que
recurramos a quienes brindan eso que se ha llamado “protección”, por la que hay
que pagar, voluntariamente o la fuerza? Supongo —por mi buena intención, no por
las palabras y las obras del Ministro— que Ruiz Gallardón no quiere que nos
demos a la “autotutela”, a la mal llamada “justicia privada”, es decir, que nos
tomemos por propia mano lo que nos parezca justo o que contratemos sicarios que
rompan las piernas al deudor recalcitrante. Entonces, ¿qué quiere? Quiere
imponernos —así, imponernos— que
recurramos a la mediación de terceros. A mí me parece bien que se nos inste a
hacer todo lo posible para alcanzar acuerdos que eviten procesos judiciales,
pleitos. Pero no me parece bien, sino muy mal y no me parece moderno, sino
anticuado y regresivo, que la mediación sea obligatoria con carácter previo al
recurso a los tribunales o en medio ya de procesos judiciales. Y conste que eso
no lo exige la Directiva 2008/52, del Parlamento Europeo y del Consejo.
Seguramente el Ministro
habrá caído en la cuenta de que existen en España unos profesionales, los
abogados, que procuran, de ordinario, que sus clientes lleguen a un acuerdo y
no sea necesario pleitear. Pero, en no pocas ocasiones, las personas que se
consideran perjudicadas injustamente por otras no quieren, incluso por la
propia naturaleza del conflicto, un resultado parcialmente satisfactorio pero
parcialmente insatisfactorio. Quieren exponer unos hechos y que se apliquen a
esos hechos las normas jurídicas. No quieren resolver un conflicto, sino una
sentencia justa, una tutela jurisdiccional frente al despojo, al desamparo, al
daño que se les ha causado ilícitamente. Ni a éstos se les debe imponer una
mediación que no quieren ni a todos se les debe obligar a pasar por el mediador
—persona física o institución— como paso previo ineludible a recurrir a los
tribunales. Se trata sólo, en una gran mayoría de casos, de una pérdida de
tiempo y de dinero.
¿No hay nadie al lado
del Ministro de Justicia que le pueda recordar la Ley 34/ 1984, de 6 de agosto, de
reforma urgente de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que, entre otros muchos
cambios, dispuso, como decía su E. de M., “conferir al acto de conciliación,
que, como demuestra la experiencia, ha dado resultados poco satisfactorios, un
carácter meramente facultativo”? Se eliminó en 1984, con general satisfacción,
la exigencia de un acto de conciliación previo (en definitiva, un intento de
llegar a un acuerdo que evitara el proceso). La conciliación se transformó en
facultativa, en voluntaria y aún subsiste con esa naturaleza. Así que yo digo:
bienvenidos sean los mediadores, individuales o institucionales, siempre que
recurrir a ellos no sea obligatorio.
Soy consciente del abuso, cometido por muchos
(no por mí), de la paráfrasis de Cicerón en su primera Catilinaria. Pero, ante
este Ministro, que miente y engaña una y otra vez, la verdad es que está plenamente
justificado preguntar:
Quo usque tandem abutere, Adalberte, patientia nostra? Quamdiu etiam furor iste tuus nos eludet? Quem ad finem sese effrenata jactabit audacia?
¿Hasta cuándo,
Alberto, abusarás de nuestra paciencia? ¿Durante cuánto tiempo aún nos superará
tu locura? ¿A qué extremos se arrojará tu desenfrenada audacia?
¿Por qué diablos sigue afirmando este servidor
de la iniquidad —no exagero: las tasas que ha impuesto, con la ayuda
racionalmente inexplicable de su partido y de sus parlamentarios, son lisa y
llanamente inicuas— que nuestra litigiosidad es “desproporcionada”? ¿Quién es
él, con todos sus colaboradores, para juzgar sobre proporción o desproporción
entre la litigiosidad real y unas “verdaderas” necesidades de tutela judicial
que experimentan los que tienen derecho a acceder a los tribunales españoles?
¿Cómo puede seguir engañando en la comparación con Francia, que en este blog ya
se llevó a cabo con toda seriedad (v. http://andresdelaoliva.blogspot.com.es/2012/01/gran-patinaje-del-nuevo-ministro-de_18.html),
sin arrojar, en modo alguno, los resultados que Ruiz Gallardón
inescrupulosamente se atreve a esgrimir? ¿Cómo, por último (provisionalmente, última
mentira), se atreve este indocumentado a afirmar que en Europa pagan los
ciudadanos para litigar unos precios públicos que, en promedio, son tres veces
superiores a los de nuestras malditas tasas? Y, si así fuese (que no lo es, ni por
lo más remoto), ¿serían justas y razonables para los españoles las tasas gallardonianas (porque no estamos
hablando de tasas en general, sino de las concretas tasas que se han
aprobado aquí)? Ese simplismo que unifica las enormes diversidades que la
Justicia presenta en los países europeos y que desemboca en una descarada invención, no
está basado en ningún estudio (de hecho, están ahora buscando datos europeos en
el Ministerio gallardoniano) y acaba de recibir un mentís, implícito pero
contundente, cuando varias asociaciones judiciales han apoyado expresamente la
oposición judicial española a las recientes tasas. ¿Se atreverían jueces frances,
alemanes y belgas, etc., a declarar ese apoyo si supieran, como lo sabrían si
fuese cierto, que en España la Justicia les cuesta a los españoles un tercio de
lo que les cuesta a los europeos?
Si el Sr. Ruiz Gallardón se pone a
hablar de dineros y Justicia, no habrá más remedio que ocuparse de tan
sustancioso aspecto del conjunto de cambios —todos, sin excepción,
increíblemente, para mal, para francamente peor— impulsados por RG en términos de dinero y Ruiz Gallardón.
Lo dejo para otro día.
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ACTUALIZACIÓN
(13 de diciembre de 2012): “GOBERNAR, A VECES, ES REPARTIR DOLOR”, había
dicho ayer D. Alberto Ruiz Gallardón
(RG). Y yo había escrito todo lo anterior sin enterarme. Pero ahora sí:
ahora está más claro lo que ocurre. Sucede
que el Ministro, en cuanto Ministro, es sádico. Debíamos haberlo visto
claro hace tiempo porque, sin duda, lo de repartir
dolor lo ha venido haciendo y lo hace el Ministro de Justicia con
extraordinaria soltura y superlativa generosidad. Es sólo lo de “a veces” lo
que me extraña un poco. RG reparte
dolor todos los días.
Pero hay que reconocer
el ingenio y hay que proclamarlo con los más potentes altavoces: ALBERTO RUIZ
GALLARDÓN HA INVENTADO EL BLINDAJE PERFECTO DEL DÉSPOTA. Nadie había alcanzado
tamaña perfección intelectual protectora del arbitrio puro del gobernante. Nadie,
desde Calígula a Gadafi, pasando por Hitler, Stalin, Ceaucescu y Mao Tse Tung, nadie había imaginado un
argumento tan redondo. Piénsenlo: El gobierno causa dolor y el que está dolido
no puede criticar legítimamente al gobierno. Corolario: cuanto más dolor
produce el gobierno, menos crítica legítima al gobierno cabe esperar del
dolorido. Más breve: cuanto más te duela lo que hace el gobernante, menos puedes criticarle. ¡Espléndido argumento! Maquiavelo, con su
pragmático cinismo defensor del poderoso, era un querubín, un niño de coro, un
monaguillo, al lado de RG.
Es así que a los jueces
les tiene que doler que (como a otros, a mí mismo, por ejemplo) les hayan quitado
la paga extraordinaria, luego (ergo) las críticas contra las tasas judiciales —las de Gallardón, no las que éste inventa que
se cobran en el resto de Europa— se deben a que están dolidos. De donde se sigue que esas
críticas son infundadas, reprobables, corporativistas y miserables. No les haga
caso nadie (y a mí tampoco).
La doctrina
gallardoniana del dolor asociado al gobierno no deja de despejar dudas y
hacernos ver con claridad lo que nos espera. Hasta ahora se decía: “después de
cornudo, apaleado”. Y no, lo acertado es: “después de apaleado, cornudo”. Primero
se apalea y luego viene el escarnio. Palos dolorosos al súbdito (ése que se
creía ciudadano) y después se le desprestigia, se le deshonra, se le anula.
Yo entendía que un
Ministro de Justicia cometiese, según los jueces, un error, incluso un grave
error y fuese por ellos criticado. Entendía que pudiese tener razón el Ministro
y no los jueces. Pero no entendía que un Ministro de Justicia, para defenderse
de las críticas de unos jueces, insultase y desprestigiase públicamente a todos
los jueces, que son los encargados de impartir o administrar Justicia, algo que
le debería importar a un Ministro de Justicia. Ahora lo entiendo casi todo:
gobernar es causar dolor y, por tanto, si el Ministro quiere seguir siéndolo,
tiene que seguir causando dolor: primero te suprime la extra de Navidad (daño económico, dolor material) y
después te suprime la libertad de expresión (daño o dolor moral). Y si sigues
sin entender el mecanismo, el gobernante (el Ministro RG) te seguirá infligiendo dolor: mentirá, engañará, te
desprestigiará aún más. Así se entiende también que las tasas
judiciales absolutamente excesivas ideadas por un Ministro sean presentadas por el mismo Ministro (un sádico,
en cuanto Ministro) como consecuencia de una petición de los mismos jueces,
para sus pensiones o para incremento salarial. Es que el Ministro tiene que causar más dolor a los jueces. Si a mí se me ocurre decir “Sr.
Ministro, ¿en qué quedamos? ¿Propugnó Vd. esas tasas porque eran buenísimas o
porque le presionaron los jueces que después las han criticado?” "¿Acaso cedió Vd. ante presiones corporativistas?", seré un
perfecto idiota si pienso que el Ministro no sabrá cómo salir del apuro.
Primero, mi crítica es ilegítima, deleznable, porque a mí también me han
quitado la extra de Navidad. Después, el Ministro, como tal, procurará
pegarme donde más me duela. Y así hasta que estemos perfectamente convencidos
de que calladitos estamos más guapos y
que “quien bien te quiere, te hará llorar”. Somos como niños y todo lo que hace
el gobierno es por nuestro bien. De manera que sólo nos queda irnos a un rincón
y cantarle bajito, a este excepcional Ministro, aquello de la copla:
“No me
quieras tanto,
Ni llores por mi;
No vale la pena
Que por mi cariño.
Te pongas así.”
Ni llores por mi;
No vale la pena
Que por mi cariño.
Te pongas así.”
4 comentarios:
Estimado Prof. De la Oliva: difícilmente se puede expresar mejor la insensatez, estulticia, hipocresía y arrogancia de este ministro que nos ha caído en suerte. Algunos nos alegramos cuando supimos de su nombramiento, por su fama de hombre cabal, respetuoso y dialogante. Parece que no era más que una máscara y que ahora el Sr. Gallardón, definitivamente desmelenado, ha sacado a la “dominatrix” que lleva dentro. Supongo que Vds. los madrileños ya sabían lo que había, pero los periféricos nos hemos llevado bastante chasco. Sólo espero que Rajoy tenga algún destello de inteligencia, alguna brizna de buen juicio que le haga prescindir de este mequetrefe aupado a ministro, si no quiere arder junto a él en el infierno.
Está claro que las tasas “anti-judiciales”, como Vd. acertadamente las llamó, están pensadas para meternos la mediación entre los dientes y no incordiar a los jueces con nuestras tonterías. Creo que lo que ha hecho el Sr. Gallardón podría ilustrarse con una fábula un tanto erótico festiva, que me tomo la licencia de narrar aquí. Libre es de suprimirla si le parece desafortunada:
En un pueblo llamado Españístan había dos mozas en edad de merecer, Justicia y Mediación. Ambas eran muy buenas amigas y se las veía a menudo juntas, pese a las diferencias que las separaban. Justicia era guapa y tenía un porte digno y elegante. Sus pretendientes, que eran legión, la idealizaban y ansiaban poseerla a toda costa; con frecuencia, sin embargo, quedaban defraudados. ¿Las razones? No es posible saberlas con seguridad: puede que fuera porque todos creían merecerla y tener derecho a su compañía, pensamiento que las más de las veces se salda con el desengaño; puede que fueran los celos típicos del amante despechado, que no soporta caer en el lance amoroso frente a adversarios que, pese a todo, estima inferiores a él; puede, en fin, que fuera por el trato displicente que prodigaba la muchacha, cuyo carácter se agriaba al verse asediada por tantas aves de presa.
Continuación...
Muy diferente era Mediación. Era forastera y apenas conocida, lo que mantenía a los hombres a una distancia prudente. Costaba familiarizarse con su acento del norte y su peculiar modo de hablar, y esto muchas veces era un obstáculo para entablar comunicación. Era sencilla en el vestir, no se maquillaba y sus facciones, con una nariz tipo Rosi de Palma alzándose cual promontorio sobre su rostro, tampoco acompañaban: sólo el trato continuado lograba alterar la percepción de aquel rasgo facial, convirtiéndolo en signo de una rara y exótica belleza. Por lo demás, era un encanto de persona: afable, simpática, comprensiva, generosa y capaz de dar felicidad a espuertas. El tipo de mujer que cualquier hombre desearía y podría disfrutar con sólo vencer sus miedos, olvidar sus prejuicios y superar su ignorancia.
Obvio es que Mediación sentía envidia de su amiga Justicia, que tantas atenciones acaparaba; y obvio es también que Justicia se sentiría feliz si aquélla pudiera desviar de su camino a una porción, por mínima que fuese, de los moscones que la acosaban. El Ayuntamiento de esta pequeña localidad, sensible a las necesidades de todos los lugareños, no pudo por menos de fijarse en la situación de las dos amigas. Indudablemente había que tomar cartas en el asunto, hacer algo para que el público varonil tomara conciencia de las innumerables virtudes que adornaban a Mediación, le perdieran el miedo y la rondaran como merece una doncella de tan buenas prendas.
En esta tesitura, el sentido común aconsejaba algunas medidas elementales: montar una fiesta e invitar a ella a todo el pueblo para agasajar y dar a conocer a la recién llegada; pagarle a ésta sesiones de peluquería, rayos UVA y maquillaje; llevársela de tiendas por la calle Serrano y, por qué no, contratar a un buen cirujano que convirtiese su tabique nasal en una obra de arte. Nada de esto se hizo. El concejal encargado del asunto, D. Alberto Ruiz Gallardón, optó por una solución muy distinta: en lugar de embellecer a Mediación, resolvió romperle la cara a Justicia. Tras contemplar su obra, y pensando que esto no era suficiente, cogió un bote de ácido sulfúrico y se lo tiró a los ojos.
El resultado no pudo ser mejor: ni Justicia ni Mediación volvieron a comerse una rosca. En cuanto a los mozos del pueblo, algunos optaron por quedarse en sus casas y sofocar en solitario la llamada del instinto. Otros compraron cariño de contrabando en un sucio burdel de carretera. En cuanto a Gallardón... Ésa, es otra historia.
Alberto Ramsés de los Dolores, dador de dolor, gestor del sufrimiento ajeno, allá donde recala engorda el pasivo de la hacienda. Ahora enfoca a los justiciables, jueces, procuradores y letrados con esa mirada de complacencia en cuyo rellano se adivina la espuela, tasador de los accesos; en la cima de sus signos de desdén nos cuenta que esto es una cuestión gremial de los iudex; olvidando que la queja de los abogados es ajena a pagas extras. Éstos son muchos, y Él conoce la receta de adelgazamiento. Pasa la guadaña tributaria diciéndonos que los costes de la Justicia deben caber en una maceta, olvidando que de míseros esquejes no brota un servicio público y un pilar del templo. El trípode de los tres poderes estatales recibe coces en la misma pierna porque antes se había librado, al parecer, de la onda del legrado. Repartamos dolor, abramos la hucha. Lo crucial es recolectar a vuelo de siega, gesto liberal, el que consume paga, claro. Si el estadio está lleno de voces cromáticas en contra, ¿el dador parecerá sordera o, simplemente, es inmune a la resonancia? Pregunta retórica en nuestra soledad.
Feliz Navidad, profesor.
Ruiz Gallardón es un experto en la manipulación que, a colmo de males, guía sobre todo por su narcisismo y un poso de rencor incurable contra cualquiera que se atreve a enfrentarse a alguna de sus disposiciones unilaterales. ¡ Y eso que se estaba tratando de implantar una imagen de liberal y conciliador que, finalmente se ha comprobado, le quedan como unas tetas postizas ! Lo de las tasas, por mucho que el Tribunal Constitucional ya haya dicho que no son inconstitucionales per se (sentencia de 22 de febrero de 2012), cuando llegan a unas cuantías como las que se han implantado (el caso de la multa de 100 euros lo explica muy bien), hacen que el "pedir justicia" sea en la práctica no ya papel mojado (como tantos principios constitucionales), sino contraproducente; es decir, va a hacer que mucha gente estime que aquéllo de la tutela judicial efectiva (el acceso a la misma) no es que sea pura palabrería, sino un perjuicio para uno mismo. Y cuando el acceso a la tutela judicial se impide se le está diciendo al ciudadano que se tome la justicia por su mano, o que se burle todo lo que pueda de ella. Lo demás, lo del control por el Tribunal de Cuentas, no creo que sea rechazado por los jueces, pero se publicita como aditamento para que engrase al ciudadano, con el supuesto palo a los jueces, el supositorio de las tasas.
Gallardón se enroca siempre, y ataca con alfiles, por los flancos. Pero no nos engaña. Se embravece para demostrarse a sí mismo lo fuerte que es, que con él nadie tenga la osadía de protestar. Menudo liberal. Y lo malo es que, para sacar dinero, hay soluciones mucho más justas (y, probablemente más rentables). ¿Por qué no se hace pagar los gastos de la justicia a los que obligan a litigar sin razón ninguna, a los que meten tornillos en los engranajes de la justicia para hacer desistir a los que llevan toda la razón, mediante la implantación de una especie de costas en favor del Estado? Y es que, si bien se pagan las costas al que gana un pleito, sin embargo a todos los ciudadanos que le tenemos que pagar a los tramposos sus artimañas ¿quiénes les reserce y por qué éstas les salen gratis?
El señor Gallardón (incluso el Tribunal Constitucional) no tienen en cuenta que, cuando se acude a la Justicia y ésta resuelve, en vez de hacerlo cada uno por su cuenta según el poder que ostente, no se presta simplemente un servicio público individualizado (que justifique la gravación con una tasa y como si el que acudiera a la justicia y no se la tomara él fuera un egoísta que se aproveche para su uso particular de lo que es de todos); sino que, cuando la justicia actúa, no sólo beneficia al ciudadano particular, sino también a la sociedad en su conjunto, impidiendo la justicia privada y haciendo que impere la ley del Estado y no la del más fuerte. La tasa es injusta, y más cuando llega a cuantías como las que ha establecido: 800 euros para apelar es una barbaridad y que se tenga en cuenta que si se resuelven pequeños pleitos (son quienes los tengan los que, con estas tasas, desistirán de apelar), muchas veces se evitan pleitos mayores (eso está plenamente probado en el ámbito penal). Es decir, si a usted no le paga 800 euros un golfo y le dicta una sentencia en primera instancia un juez apresurado o un sustituto despistado, no se moleste en ir a la Audiencia, contrate un matón por 500, que le resultará una tutela mucho más efectiva.
Es decir: el Estado no puede impedir al ciudadano que se tome la justicia por su cuenta, y luego considerar que si acude al poder público para reclamar justicia se está aprovechando egoistamente y para su interés particular de la sociedad. Este es el significado inexplicable de la tasa judicial. Reclamar justicia no es poner un chiringito en la playa; es que si queremos justicia, el Estado nos obliga a que acudamos a los tribunales, luego no puede impedírnoslo por otro lado, por el de la tasa, a riesgo de que decidamos resolver la contradicción por la vía del pistolerismo.
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