¿LA REINA NOS COMPROMETE Y RAJOY NO?
Como las cabezas andan perdías, que diría mi
admirado José Mota (por cierto: el
próximo sillón vacante en la Real Academia Española debería ocuparlo él, por su
labor de conservación y fomento de nuestra lengua en toda su esplendorosa
riqueza regional), el Sr.
García-Margallo, Ministro de Asuntos Exteriores, prácticamente se estrenó
gritando “¡Gibraltar español!”. Este grito proclama, a mi parecer, una
obviedad, dada la obsolescencia del Tratado de Utrech (1713), perfectamente decaído
pues en todo lo que contiene de limitaciones para una de las partes, el Reino
Unido de la Gran Bretaña, no ha podido incumplirse más. Pero no me pareció entonces (ni me parece ahora) que gritar esas
palabras fuese muy propio de un Ministro de Asuntos Exteriores y sirviese
para algo a la Nación. Claro que yo sostengo la opinión, al parecer poco compartida, de que
a uno no le dan un cargo público para que tenga más oportunidades de desahogos
personales o para que satisfaga particulares pulsiones psicológicas o,
sencillamente, para que pueda ir diciendo por ahí lo que no le dejan decir en
su casa. Y no vi que comenzar con “¡Gibraltar español!” fuese de
ninguna utilidad pública, sino más bien entorpecedor de cualquier acción
diplomática.
Está claro que con la
globalización y el paso del tiempo, más la nunca suficientemente comentada
estulticia histórica de Rodríguez Zapatero, que, al admitir un “Foro
Tripartito de Diálogo sobre Gibraltar", otorgó al Gobierno de
Gibraltar un status que a ningún
gobernante español, de ningún régimen, se le había pasado por la cabeza, lo de Gibraltar ha ido empeorando sin demasiado ruido,
pero a galope tendido: paraíso fiscal, blanqueo de capitales, droga, etc.
Precisamente por eso, resultaba aconsejable empezar a poner las cosas en su sitio,
lo que no se logra precisamente con gritos y menos aún si se trata con británicos.
El “affaire Gibraltar” se debía estudiar con tranquilidad y todavía se puede y
se debe estudiar así. Una vez estudiado, si hubiese algo que hacer, a hacerlo sin bulla,
calladitos y como quien no quiere la cosa.
Durante doce años (de
1957 a 1969), nada menos, tuvimos en España un Ministro, D. Fernando María Castiella y Maíz,
bilbaino, Catedrático de Derecho Internacional, al que, por su dedicación al
asunto de Gibraltar, se le llamó, en un tono de benévola broma, el Ministro del Asunto Exterior. Califico la broma de benévola, porque, en realidad, la personalidad y los diversificados
esfuerzos de Castiella eran
generalmente reconocidos y positivamente valorados. En todo caso, su posición
en el asunto de Gibraltar era clara y fuerte, pero nunca bronca. Cuando Castiella era todavía Ministro, se cerró
la llamada “verja de Gibraltar”, bloqueando así el acceso por tierra al Peñón: varios
miles de españoles se quedaron de inmediato sin trabajo, aunque se potenció toda
la zona de la Línea de la Concepción y el cierre de la verja, que duró 13 años, perjudicó
mucho más a Gibraltar, que cayó en una profunda depresión. Aún se puede
discutir si aquella medida fue acertada o desacertada, considerada en su
conjunto (a los españoles de la zona les hizo mucho daño y determinó un perfil
industrial de la bahía, cuando podía haber sido turístico). Pero lo que resulta
innegable es que no consistió en palabras. Y estuvo precedida de veinte años de
negociaciones España-Reino Unido, con resoluciones de las Naciones Unidas
declarando a Gibraltar territorio pendiente de descolonización.
A mí me parece que este
asunto de Gibraltar no tiene la menor traza de arreglarse de modo medianamente
satisfactorio para España. Yo carezco de un plan para el “affaire Gibraltar”. Pero
me resulta molesto e impropio que aparezca un Ministro que habla y habla, como
si tuviese un plan, cuando no lo tiene. Que no lo tenga aún o que no llegue a
tenerlo nunca es comprensible. Lo que comprendo mal es que hable en términos tales
que no sólo no atenúan el problema, sino que lo agudizan.
García-Margallo
no está siendo muy acertado en algunos muy visibles aspectos de su, llamémosla
así, política gibraltareña (es decir, la del Gobierno del que G-M forma parte).
Yo no entendí por qué forzar in extremis
a la Reina Sofía a no asistir a una
fiesta de cumpleaños (85) de Isabel II.
No se me alcanza en qué podía comprometer la posición española sobre Gibraltar el hecho de que
nuestra Reina atendiese a la invitación formulada por Isabel II y en principio aceptada: por muy majestuosa que sea Isabel II (que lo es), no dejaba de ser
una fiesta de cumpleaños. Si la ausencia de Doña Sofía era una protesta
por una situación inaceptable, los españoles debíamos conocer tal situación
con suficiente detalle, cosa que no sucedía. Se habló de que frustrar su viaje obedecía
al propósito de evitar a la Reina Sofía
alguna posible incomodidad en Gran Bretaña. Pero eso sería sobreprotegerla como
si fuese una niña, cuando no lo es y se ha encontrado en trances (de los que ha
salido airosa) mucho más desagradables que cualquiera razonablemente imaginable
con ocasión del citado cumpleaños. No. Si ése hubiese sido el motivo de la
suspensión del viaje de la Reina, la cuestión de la presencia del Rey o del
Príncipe en la inminente final de la Copa del Rey de fútbol no sería nada
discutible: en modo alguno deberían exponerse a silbidos, abucheos y ondear de
banderas republicanas.
Me da que en la
cancelación del viaje de la Reina se impuso la actitud más bien pendenciera del
Ministro García-Margallo. Y califico
así su actitud, porque comentar públicamente “¿qué pasaría si barcos armados
españoles intentasen impedir que barcos británicos pescasen en aguas españolas?”
es una retórica inútil, innecesaria (no somos tontos y no necesitamos que el
Ministro nos ilustre con ese ejemplo) y perjudicial, susceptible de varias
posibles réplicas, ninguna de ellas agradable ni favorable a España. A esa
ocurrente pregunta se podría responder, ante todo, que la hipótesis es
inverosímil y, en segundo lugar, que la Armada británica ampararía a los
pesqueros británicos y derrotaría sin ninguna dificultad a los “barcos armados
españoles”.
Pero lo más llamativo
es que se impida de facto a la Reina Sofía felicitar en persona a Isabel II por su 85 aniversario y,
pocos días después, aparezcan fotos del Premier británico, David Cameron y del Presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, saludándose cordialmente y con aclaración de que no
han hablado de Gibraltar. Situados en el plano de los gestos, la rápida sucesión de estos hechos no me parece muy
coherente. Y, por otra parte, si lo de Gibraltar es tan serio que se impide un viaje de la Reina, ¿tiene algún sentido reunirse con el Premier Cameron aceptando no hablar de Gibraltar?
Quede claro que no
tengo buen concepto de la actitud del Reino Unido de la Gran Bretaña respecto
del Derecho Internacional Público ni creo que ese Reino sobresalga por su amor
a los denominados “derechos humanos”. Nadie piense, por tanto, que justifico o
disculpo los abusos británicos relativos a Gibraltar. Muy al contrario. Lo que
digo es que en las disputas internacionales se debe actuar con decisión, pero
con la cabeza fría y mucho más con hechos que con palabras.
En lo de Gibraltar,
como no veo que haya muchos hechos
posibles -salvo, aventuro, lo que se pueda hacer internacionalmente sobre
paraísos fiscales y aspectos económicos semejantes-, sería deseable que al
menos tampoco hubiese palabras torpes, con las que, además de sufrir la prepotencia
británica, se dé pie a su recochineo.
El Gobierno de España,
el pobre, parece bastante desconcertado con la crisis económica. Pero el
desconcierto de los gobiernos al respecto es general, porque tampoco tienen muy
claro qué hacer los gobernantes del llamado G-8 y, entre ellos, ni la mismísima
Merkel ni Durao Barroso ni Hollande,
una vez alcanzada la Presidencia de Francia (Obama, ese gran caradura que tanto se divierte, nunca ha dejado de
tener claro que le tocaba hacer lo que Wall Street le dictase). Ahora bien,
dentro de nuestro Gobierno, no conviene que haya muchos ministros que se
desconcierten en sus cometidos específicos no directamente relacionados con la mega-crisis económica. El
Ministro de Asuntos Exteriores, por de pronto, aplíquese a lo suyo, que suele
ser discreto, callado y prudente y evite palabrería cercana al estilo bravucón
del Far West.
Ya saben que, desde
hace tiempo, contemplo estructurar e impartir un curso titulado “Cómo callar en
público”. Aparte de la pereza, no he avanzado en la idea porque pienso si no
será mejor escribir uno de esos libros de auto-ayuda que tanto bien están
haciendo a la Humanidad en estos críticos tiempos. Confieso que no sé qué
acabaré haciendo. Por el momento, cierro este “post” afirmando que no nos
interesan, por sobreabundantes, más personajes públicos que, por uno u otro
motivo, sean propensos a generar titulares de prensa como sea. Son esas
personas muy aficionadas a lo que en mi castizo Madrid se ha llamado siempre “mear en lata” (perdonen, pero reconozcan la expresividad del dicho: se hace ruido con algo cotidiano, sin mérito y vulgar). Que Dios nos
libre de un Ministro de Asuntos Exteriores con tal afición. En todo caso, lo que resulta
mucho más recomendable a quien ostente ese cargo es aquella
especie de lema, muy de la "mili" (el servicio militar obligatorio): “verlas venir, dejarlas pasar y si
te mean, di que llueve”. (pardon again, please).
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