PÉSIMA EN SÍ MISMA, PELIGROSÍSIMA COMO PRECEDENTE
(Destrozar la Justicia para agrandar la Administración)
(Destrozar la Justicia para agrandar la Administración)
La propiedad intelectual, por especial que sea (que lo es, y mucho), no deja de ser un derecho subjetivo de algunas personas: los autores de ciertos productos de la inteligencia. Que esté en vigor una Ley, la 34/2002, de 11 de julio, “de servicios de la sociedad de la información y de comercio electrónico” y que exista una llamada “sociedad de la información” (definida legalmente en términos mucho más estrictos que los que sugiere esa expresión) no altera la naturaleza de la propiedad intelectual como derecho subjetivo. La citada Ley se ocupa (art. 1) de “la información y de la contratación por vía electrónica, en lo referente a las obligaciones de los prestadores de servicios incluidos los que actúen como intermediarios en la transmisión de contenidos por las redes de telecomunicaciones, las comunicaciones comerciales por vía electrónica, la información previa y posterior a la celebración de contratos electrónicos, las condiciones relativas a su validez y eficacia y el régimen sancionador aplicable a los prestadores de servicios de la sociedad de la información.” Lo que puede ser objeto de propiedad intelectual son determinados contenidos de la información y de las comunicaciones por vía electrónica, pero, como acaba de verse, la citada Ley se ocupa de unos servicios y de quienes los prestan, no de los contenidos. La misma Ley dispone que ésta “será de aplicación a los prestadores de servicios de la sociedad de la información establecidos en España y a los servicios prestados por ellos“.
Así las cosas, si alguien afirma que otro sujeto está vulnerando su derecho de propiedad intelectual, decidir si existe esa vulneración y cuál es la reacción jurídica apropiada es algo que, si quiere el titular de ese derecho, a) incumbe a los Tribunales de Justicia y b), en concreto, corresponde a los Tribunales de la rama u orden civil de la Justicia.
Lo primero (a) es consecuencia de lo que le corresponde a la Justicia según concepciones hasta ahora unánimes en el mundo civilizado, pero que, además, subyacen claramente a lo que expresa la Constitución Española (CE) en su art. 24 en relación con el 117 (tutela judicial de los derechos de los sujetos jurídicos, esos derechos que son atribuibles a tales y cuales personas, que son de esas personas y de los que ellas -y nadie más- disponen) y a lo que, sensu contrario, afirma el art. 103.1, del que resulta claro que la Administración está para servir con objetividad “intereses generales”.
Lo segundo (b), esto es, la atribución de las pretensiones sobre propiedad privada a la Jurisdicción civil deriva también de una convicción general en la parte civilizada de nuestro planeta, pero, más concretamente, está dispuesto en la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) y en las Leyes de Enjuiciamiento Civil, de Enjuiciamiento Criminal, de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa y de Procedimiento Laboral, cuando establecen los ámbitos de las ramas civil, penal, contencioso-administrativa y social o laboral de la Justicia. Según esas leyes (que sería muy prolijo citar y reproducir aquí, pero que son fácilmente accesibles, gratis, por internet) a la Jurisdicción Civil le corresponde lo que se considera propio de ella por consenso jurídico indiscutible y, residualmente, lo que no corresponda expresamente conforme a las leyes a otro orden o rama de la Jurisdicción (art. 9.2 LOPJ) (v. en especial, lo que le corresponde a la Jurisdicción contencioso-administrativa, según los arts. 1, 2 y 3 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, mediante el siguiente enlace:
http://noticias.juridicas.com/base_datos/Admin/l29-1998.t1.html#c1)
La primordial protección jurídica de la propiedad privada es, pues, tarea propia de la Justicia civil. No de la Administración. Con ocasión de la actuación administrativa en el ámbito de la mal llamada “sociedad de la información” de la Ley 34/2002, la Administración no puede, si quiere respetar los muros de carga de nuestro ordenamiento jurídico, erigirse en definidora de titularidades de propiedad privada intelectual y de pretendidas infracciones de ese derecho subjetivo, por delante de los tribunales de justicia. Si lo hiciese, como lo quiere hacer, estaría afirmando que la definición de ese derecho subjetivo y de sus infracciones es, en cada uno de los casos, algo de “interés general”. Al afirmar algo así, estaría mintiendo. Porque si, por poner un ejemplo, alguien plagia unas páginas de un libro mío o si lo ofrece entero a cualquiera, sea via internet o en fotocopias “encuadernadas” con canutillo, gratis o cobrando, a la generalidad de los ciudadanos no les ocurre nada de especial interés. A quien eso le interesa es solamente a mí y a la editora de ese libro mío.
Pero, ¡atención!, en cuanto hablamos del interés de la empresa editora de mi libro, estamos hablando ya de la protección de los derechos derivados de un negocio legal de edición de publicaciones, no del derecho de propiedad intelectual de mi libro, porque yo soy el único titular de ese derecho. Las editoriales, con mucha frecuencia, quieren que el autor les ceda su derecho de propiedad intelectual o sus "derechos de autor". Conforme a la letra de muchos contratos, así se estipula, aunque, en el fondo, está claro que esa estipulación no convierte a la editorial en autora. Personalmente, nunca he aceptado esos términos: cedo los beneficios económicos de la explotación editorial de mi obra, pero no cedo mi propiedad intelectual. Ninguna editorial me ha puesto pegas a ese “matiz”. En todo caso, el libro no es pura propiedad intelectual: hay involucrado algo más: ciertos productos materiales (papel, cartón, etc.,), actividad impresora, actividad editorial y distribución (y quizá me deje algo). La protección jurídica de los derechos ligados al soporte material de un producto intelectual susceptible de propiedad privada y situado en el mercado de bienes muebles va mucho más allá de la protección de la propiedad intelectual.
Pero, ¡atención!, en cuanto hablamos del interés de la empresa editora de mi libro, estamos hablando ya de la protección de los derechos derivados de un negocio legal de edición de publicaciones, no del derecho de propiedad intelectual de mi libro, porque yo soy el único titular de ese derecho. Las editoriales, con mucha frecuencia, quieren que el autor les ceda su derecho de propiedad intelectual o sus "derechos de autor". Conforme a la letra de muchos contratos, así se estipula, aunque, en el fondo, está claro que esa estipulación no convierte a la editorial en autora. Personalmente, nunca he aceptado esos términos: cedo los beneficios económicos de la explotación editorial de mi obra, pero no cedo mi propiedad intelectual. Ninguna editorial me ha puesto pegas a ese “matiz”. En todo caso, el libro no es pura propiedad intelectual: hay involucrado algo más: ciertos productos materiales (papel, cartón, etc.,), actividad impresora, actividad editorial y distribución (y quizá me deje algo). La protección jurídica de los derechos ligados al soporte material de un producto intelectual susceptible de propiedad privada y situado en el mercado de bienes muebles va mucho más allá de la protección de la propiedad intelectual.
Algo semejante sucede cuando las obras (textos, sonidos, imágenes, imágenes asociadas a sonido, etc.) que pueden atribuirse a alguien como autor (propietario intelectual) se sitúan entre los contenidos de la comunicación electrónica, de internet. No engañen los políticos y los parlamentarios al público hablando sólo de proteger la propiedad intelectual. Porque cuando quieren actuar sobre las denominadas “descargas ilegales” de contenidos de internet (y no digo que no haya ilegalidades y que no haya que actuar) no se están preocupando sólo ni principalmente de los derechos de propiedad intelectual, sino también de otros derechos. Y tampoco digo que esos otros derechos e intereses no puedan ser y no sean nunca legítimos. Reconozco que son susceptibles y merecedores de protección jurídica. Lo que se discute ahora no es todo lo que tiene que discutirse, sino sólo el protagonismo y el modo de la protección que quiere brindar un concreto proyecto de ley. Lo que ahora se discute -habiendo aparcado de nuevo, ya por demasiado tiempo, las cuestiones relativas a la noción y al ámbito razonables, hoy, del derecho de propiedad intelectual, cuestiones a las que hay que dar, hoy, unas respuestas distintas de la clásica- es, tanto o más que la protección de la propiedad intelectual, la protección de las industrias o empresas que explotan productos del intelecto, productos muy diversos, porque el texto de una novela es cosa muy distinta de una completa película o del sonido de concretas interpretaciones de una obra operística o de un concierto para violín y orquesta, por ejemplo.
Sentado lo anterior, lo que sostengo sobre la “Ley Sinde.2” es, en primer lugar, que constituye una sedicente protección de la propiedad intelectual que rompe indebidamente esquemas básicos del reparto de funciones que se asignan a los diferentes poderes del Estado, porque atribuye a la Administración algo impropio de ella y, en segundo lugar, que, postergada la Justicia por un claro abuso de poder, se sustrae a la Jurisdicción civil un papel que le corresponde y se cambia la protección jurisdiccional que la Justicia civil debería dispensar por una insuficiente y mal estructurada intervención de órganos judiciales de lo Contencioso-Administrativo.
Cuando, conforme a la futura “Ley Sinde.2”, la Administración se quiere introducir -con preferencia decisiva sobre los tribunales de Justicia- en cuestiones dizque de derechos subjetivos de propiedad, resulta innegable que está queriendo ultaproteger a los titulares (aparentes) de derechos de propiedad intelectual y, mucho más aún, a las industrias y empresas que explotan obras de propiedad intelectual en detrimento de la protección jurídica y real del resto de las personas.
Con otras palabras: la “Ley Sinde.2” revelaría, si se aprobase, que la clase política quiere una singularísima protección de unos sectores económicos privados (y no intervenidos conforme al art. 128.2 CE), que correría muy directamente de cuenta de la clase política a través de la Administración, en vez de depender de lo que cada autor quiera hacer (o no hacer) respecto de su obra, acudiendo a los Tribunales de Justicia. Como, de hecho, innumerables autores vamos, cada uno por nuestra cuenta, defendiendo lo nuestro (o dejándolo estar) con los instrumentos que ya nos proporciona el Derecho sin necesidad de la “Ley Sinde.2”, es obvio que la clase política está resuelta a apoyar de manera tumbativa, abrumadora, a ciertos colectivos de autores. Y, por supuesto, que quiere apoyar más aún a ciertos grupos de empresas que -con ánimo de lucro, claro es, no benéficamente- se dedican a prestar determinados servicios (producción, edición, distribución) a los autores.
Los tramposos y desvergonzados "argumentos" contra la Justicia y el proceso
Una cuestión clave es ésta: si tanta protección, y muy rápida, necesitan esos autores y esas empresas, ¿por qué no diseñar un proceso civil muy rápido con casi los mismos plazos que el extraño procedimiento administrativo de la “Ley Sinde.2”? ¿No estarían mejor protegidos los derechos de todos si resolviese un juez independiente? Como a esta pregunta, bien clara y sencilla, no se responde de modo sencillo y claro (o no se responde de ningún modo), es evidente el afán expansionista de la Administración, con menoscabo de las atribuciones de la Justicia, administrativizando la resolución de conflictos. Y asimismo es innegable el claro fundamento totalitario del engendro consensuado.
Con la boca pequeña, aunque constantemente, defensores de la “Ley Sinde” en todas sus versiones aducen la lentitud de la Justicia. Ante este alegato, no es cosa de dejarse engañar como bobos, sin caer en la cuenta de que, frente a la “lentitud de la Justicia”, estos defensores de la "Sinde" no pueden oponer, sin incurrir en un tremendo exceso de sarcasmo, una proverbial y constante rapidez, eficacia y pulcritud jurídica de la Administración. Un proceso civil de rápida protección de la propiedad intelectual sería perfectamente posible a muy corto plazo. Lo que sucede es que los políticos no ofrecen medios a la Justicia (al contrario, los recortan) y, en cambio, cuando les interesa (sólo cuando les interesa), los ponen, a veces generosísimamente, en manos de ciertos organismos administrativos.
Ahora mismo, una operación similar de administrativización está en curso. Es una operación sumamente peligrosa para todos, consistente en sustraer el Registro Civil de las manos de los jueces y administrativizarlo por completo, con forzosa y total informatización. Después de negar “efectivos” y recursos materiales a los Registros Civiles en que un Juez independiente decide, los políticos totalitarios alegan la lentitud de los Jueces -provocada por ellos- para poner el nacimiento, la muerte, el parentesco, la nacionalidad, la ciudadanía, etc. de todos nosotros en las solas manos de funcionarios con aplicaciones informáticas (en las que se están invirtiendo millonadas, que engrosan las arcas de ciertas empresas) gobernadas por un Ministerio (ahora, el que todavía se apellida “de Justicia”). Ya han prohibido, incluso si el “sistema” se “cae”, hacer nada en soporte papel. Piensen mal y se quedarán cortos. Los nuevos tiranos (nuevos por edad: su ADN es el de siempre) no saben nada de informática (creen que lo informático es perfecto) y de garantías: de lo que saben es de controlar y de mandar.
Ahora mismo, una operación similar de administrativización está en curso. Es una operación sumamente peligrosa para todos, consistente en sustraer el Registro Civil de las manos de los jueces y administrativizarlo por completo, con forzosa y total informatización. Después de negar “efectivos” y recursos materiales a los Registros Civiles en que un Juez independiente decide, los políticos totalitarios alegan la lentitud de los Jueces -provocada por ellos- para poner el nacimiento, la muerte, el parentesco, la nacionalidad, la ciudadanía, etc. de todos nosotros en las solas manos de funcionarios con aplicaciones informáticas (en las que se están invirtiendo millonadas, que engrosan las arcas de ciertas empresas) gobernadas por un Ministerio (ahora, el que todavía se apellida “de Justicia”). Ya han prohibido, incluso si el “sistema” se “cae”, hacer nada en soporte papel. Piensen mal y se quedarán cortos. Los nuevos tiranos (nuevos por edad: su ADN es el de siempre) no saben nada de informática (creen que lo informático es perfecto) y de garantías: de lo que saben es de controlar y de mandar.
Si hacen esto que quieren perpetrar a cuento de la propiedad intelectual (la “Ley Sinde.2”) o de nuestro estado civil, ¿qué no harán después, por nuestra salud, por la vivienda, por la ausencia de crispación (ya están en ello, con más órganos administrativo-políticos de control), o para que nadie se sienta humillado, inferior o simplemente “mal”?
Voy a ir terminando. En el “post” anterior de este blog apuntaba dos posturas del Juez digno para minimizar en lo posible el engendro si éste llega a ser ley. Primera: para autorizar el requerimiento de entrega de datos que permitan identificar al presunto vulnerador de la propiedad intelectual, el Juez Central de lo Contencioso bien puede -más bien debe- exigir que la documentación que se le entregue acredite causa justa e interés legítimo para el requerimiento de información y, ya que ante el requerimiento no cabe oposición, también sería razonable que el Juez no lo autorizase si no pudiese fundar un juicio propio de probabilidad cualificada de que existe la vulneración del derecho y una relación de esa vulneración con el destinarario del requerimiento. Segunda postura: si el procedimiento administrativo surgido de la Sección Segunda de la Comisión de Propiedad Intelectual llega al punto en que se decide por la Sección adoptar medidas, un Juez digno debería autorizarlas sólo si se le ha convencido de la certeza de la infracción por quien sería el destinatario y sujeto pasivo de las medidas.
Ya sé que la “Ley Sinde.2” no dice eso y que, con unas buenas dosis de absurdo y de acriticismo, dispone que el Juez pondere (se limite a ponderar) las medidas (ya decididas por la Administración) en relación con el respeto a los derechos fundamentales del art. 20 CE: las llamadas “libertades ideológicas” y la prohibición de secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de comunicación sin autorización judicial. Pero, del mismo modo que no se puede pensar racionalmente que, en la autorización judicial anterior (la del requerimiento), el Juez está llamado legalmente a oficiar de comparsa o autómata, sino que debe suponerse que autorizar o no el requerimiento ha de estar regido por criterios razonables, respecto de esta segunda y decisiva autorización de las medidas es forzoso entender que tampoco está el Juez para la mera acción de estampar sellos de legitimidad sin un juicio previo por su parte, conforme a parámetros jurídicos aceptables: si se van a retirar contenidos o cerrar una “web”, ha de constar la existencia de la violación de un derecho, porque para la autorización judicial de un secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de comunicación (aptdo. 5 del art. 20) se exige que lo secuestrado no resulte meramente sospechoso de violar un derecho, sino seguridad o certeza de la violación de otro derecho fundamental. Aquí, cuando no se trate de difusión de ideas, pensamientos y opiniones (aptdo. 1, letra a del art. 20 CE) o de la comunicación de información (aptdo. 1, letra d del mismo art. 20 CE), parece razonable que esas medidas (similares al secuestro) al menos se justifiquen por la violación cierta del derecho de propiedad intelectual.
Finalmente, una observación de otra índole. En estas ocurrencias de nuestra clase política influyen ciertos autores y determinadas industrias, que quieren seguir negociando con la música, por ejemplo, como lo han venido haciendo desde la invención del fonógrafo, más o menos. Pero, a mi parecer, lo decisivo no es tanto la presión económica de estas y otras empresas como el afán de poder y de control y la mentalidad despótica, que hace ya bastante tiempo desbordaron fronteras ideológicas tradicionales y posiciones políticas teóricamente diversas y se instalaron en innumerables personas de todos los partidos. No hay presiones económicas externas en el ejemplo real que he puesto, relativo al Registro Civil, como tampoco en el control interno de la Justicia con las reformas de 2003 y 2009. El autoritarismo ambiental se alimenta, sí, con un factor económico: el presupuesto que se maneja y los dineros que se pueden movilizar son la medida real del poder. Por eso, nuestra clase política es (aunque siempre puedan encontrarse dentro de ella excepciones individuales) plenamente concorde en la idea de que el único poder es el Ejecutivo: los Gobiernos (nacional, autonómicos, municipales) con sus correspondientes Administraciones. Así hemos llegado a un Estado de Derecho meramente formal, donde la separación de poderes y la independencia judicial son palabras huecas. Los legisladores apenas se toman en serio a sí mismos (y tampoco les dan facilidades, con la infumable e inconstitucional disciplina de partidos y otros muchos mecanismos) y a los Jueces hay que tenerles a raya mientras todavía queden algunas que se crean verdaderos titulares independientes de la potestad de decir y realizar el Derecho, mientras no se hayan transformado, como se está pretendiendo con bastante éxito, en dóciles funcionarios titulados, sujetos, como todo simple funcionario, a una clara jerarquía de mando.
En el fondo, determinante de todo, un envilecimiento generalizado: el de despreciar la libertad ajena (empezando por la de pensar y expresarse) y estar bien dispuestos a limitar la propia, intercambiando con gusto sus dimensiones más altas por lo que llaman “calidad de vida”. Como este envilecimiento se encuentra tan extendido y arraigado, podemos ver sujetos con camiseta de liberales vendiéndonos como avances de la libertad los más tremendos abusos.
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