LA AUTOLISIS DEL
“SISTEMA”
NO ESPEREMOS QUE NINGUNA INSTITUCIÓN REGENERE ESPAÑA: SE NECESITA
UNA REBELIÓN DE PERSONAS DECENTES
En el conjunto de
instituciones, públicas y no públicas, que hemos dado en llamar establishment o “sistema” han ocurrido, desde
el comienzo de esta segunda época de POR DERECHO, bastantes cosas nuevas, aunque nada novedosas. Son hechos recientes y por eso son “nuevos”, pero no
son de distinto estilo, naturaleza o índole de otros muchos anteriores y por
eso no son "novedosos". Con todo, reaparezco porque el conjunto de esos hechos revela
que se está acelerando lo que pienso que cabe denominar autolisis del “sistema”.
Autolisis:
Diccionario de la Real Academia Española
(DRAE): “Degradación de las células por sus propias enzimas.” Diccionario
médico on line: “1. Suicidio. 2.
Sinónimo: autofagia, autoproteolisis. Autodigestión
de un órgano, de un tejido o de una célula abandonado a sí
mismo y
que conduce a su destrucción,
bajo la influencia de fermentos proteolíticos propios a este órgano, a este tejido o a esta células, independientemente de toda intervención
exterior a él. La liberación de las enzimas contenidas en los lisosomas es un factor de autolisis celular.”
Si nos fijamos en la
definición actualizada del DRAE y en esta segunda acepción del Diccionario
médico y si, además, nos atenemos a la etimología, diferenciaremos
perfectamente la autolisis del suicidio, aunque la palabreja autolisis, derivada del griego, se use
para referirse eufemísticamente al suicidio, vocablo de claras raíces latinas.
El “sistema” no se ha suicidado ni se está suicidando. Porque no quiere poner
fin a su propia existencia, sino que, muy al contrario, querría prolongarla
indefinidamente. El “sistema” se está disolviendo, está autodestruyéndose por
la acción de sus propios componentes, que serían como las enzimas o fermentos
que, desmadrados, en vez de sostener la vida, van aniquilándola, célula tras
célula.
Las noticias sobre la
corrupción política y económica se han acumulado con tanta abundancia como
gravedad en las dos últimas semanas. No me voy a entretener en mencionarlas
todas, porque sin duda los lectores de este blog las conocen y todos hemos
experimentado ramalazos de tristeza e indignación cada vez que las recordamos o
nos las mencionan y no es necesario ese sufrimiento para el propósito de este
post. Porque, como escribió Rodrigo Caro (A
las ruinas de Itálica), "¿para qué la
mente se derrama en buscar al dolor nuevo argumento?"
Esos episodios de
corrupción que se multiplican son otros tantos síntomas de un proceso de
autodestrucción de instituciones, que se agrava aceleradamente. Hay que
incluir, desde luego, entre los síntomas de la autolisis, no sólo las
apropiaciones indebidas, los cohechos, los tráficos de influencias, etc., sino
también los asuntos malolientes sin relevancia monetaria conocida, como
indultos injustificables -pese a informes desfavorables del tribunal y de la
fiscalía- (v. los hechos en este comentario: http://www.vozpopuli.com/blogs/2081-jesus-cacho-ruiz-gallardon-el-conductor-kamikaze-y-el-indulto-como-manifestacion-suprema-de-la-corrupcion-del-poder)
o nombramientos judiciales como el que ha recaído, para Magistrado de la Sala
de lo Civil del Tribunal Supremo, en la persona del hasta hace nada máximo asesor
jurídico de una gran entidad financiera (la Caixa),
implicada en numerosos litigios civiles. Hay que incluir el engaño de prometer
y encargar una reforma para acabar haciendo lo contrario de lo prometido, como
el del Ministro faraónico respecto del Consejo General del Poder Judicial. Y no
es sino corrupción, síntoma de autolisis, que se utilicen los nombres y el
trabajo de unos “sabios”, con nombramiento en el Boletín Oficial del Estado
(B.O.E.), para una propuesta de nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal -propuesta
que no me convence en absoluto-, que se oculta una vez formulada, mientras
se somete, para ser "pulida", al superior criterio de los
asesores ministeriales, con uno ellos, muy principal (ministerialmente hablando),
Magistrado él, poseedor de una cualificación jurídica tan poco clara que acaban
de suspenderle en las pruebas para especializarse en el ámbito jurisdiccional
penal (lo siento: me hubiera gustado no dar esta información, pero además de
ser pública es relevante, porque callar este tipo de hechos contribuye
decisivamente al progreso de los impostores y a la destrucción que producen).
Lo grave, con todo, no
es que existan personas así, incompetentes super-auto-prestigiados, cofrades de
pequeñas o no tan pequeñas sociedades de
bombos mutuos, sino que se les confíe por un Ministro algo tan importante
y delicado como el instrumento para la persecución jurídica de la
delincuencia. Del mismo modo, lo grave no es que pueda existir un político
profesional (“fiscal por un día”, más o menos) que acumule descomunal prepotencia
y una ignorancia más que notable, mal disimulada con unos aires postizos de
intelectualidad y exquisitez cultural. Lo grave, lo gravísimo, es que a ese político,
que ha ido embarrando todo espacio que tocaba (piensen en la situación económica
y política que ha dejado a su paso) se le haya nombrado Ministro y se le
mantenga en ese puesto, porque las reglas de la política habitual (tan habitual
como pestilente) repelen, por lo visto, todo lo que dicta el uso de razón y la
prudencia más elemental.
Pero, aunque parezca
imposible, peor aún que todo lo anterior, es la beatería ante el poder político inoculada en tantos españoles que
habitualmente no carecen de buen juicio y que están mucho más cualificados profesionalmente
que el político con el que se relacionan. Eso que llamo beatería ante el poder provoca
que esos conciudadanos abdiquen de sus conocimientos y criterios, se traguen
con naturalidad, como si fuese saliva, todo su espíritu crítico (incluso el que
han expresado en público y por escrito) y, en definitiva, se amolden al deseo
del poderoso de turno, al que rinden pleitesía con toda naturalidad y para
quien muestran una comprensión y una indulgencia que no proyectan sobre las
víctimas del poderoso. De este modo, ocurre algo que da pena: ver cómo personas
valiosas se dejan manipular por un honor minúsculo y más que cuestionable y se despojan
de su dignidad y categoría, deslumbradas por lo que, a la postre, es un empleo
interino: Ministro, Secretario de Estado, etc. Pero, al fin y al cabo, eso que
es penoso sólo afecta a los inconscientes beatos. Lo que a todos nos perjudica,
y mucho, es su servilismo. Porque, aunque ellos no lo vean así y no lo quieran, se
trata objetivamente de servilismo y el poder se afianza y aumenta con ese
servilismo de quienes, por su formación y condición, podrían y deberían ser críticos
y rebeldes. Todo lo educada y cortésmente que quisieran, pero críticos y rebeldes.
No piensen que con los
últimos párrafos me he desviado del asunto principal. También son fenómenos de corrupción el silencio o la
aquiescencia ante la impostura de falsos expertos y la obsequiosidad
sistemática con el poder, mirando hacia otro lado ante tus errores y desmanes
(como el de las tasas judiciales), callando ante ellos (a estos silenciosos los considero cómplices, por amigos que sean) y colaborando con el poder político en cuanto
el propio “ego” es mínimamente estimulado por el poderoso. Esas actitudes son anomalías opuestas a la naturaleza de las cosas y a la lógica, contrasentidos éticos que
están a la orden del día en nuestra sociedad sólo porque ésta ya se encuentra
en trance de avanzada disolución, de imparable autolisis. No sólo hay
enzimas desmadradas, como las he llamado antes: estamos, además, por así
decirlo, ante un fallo total del sistema inmunológico. No hay elementos internos que
defiendan de la corrupción al organismo político y social. Podrido desde dentro, nada hay dentro
que contrarreste lo patológico. El “sistema” o “establishment” se acerca al
final de su autolisis, de su disolución.
Ha estado muy de moda,
desde hace bastante tiempo, teorizar (siempre con vaguedades) sobre unos
inexorables procesos de autodestrucción
que se desencadenan con el paso del tiempo. Así se autodestruirían, por
ejemplo, partidos políticos y también, por referirme a una realidad que conozco
bien, escuelas académicas. Varios años atrás dediqué cierta reflexión a esta teoría y, sobre todo, al fenómeno
(innegable como fenómeno en sentido
estricto) de los (aparentes) procesos autodestructivos. Acabé comprendiendo, sin particular sorpresa, que
esos “procesos” no son sino la destrucción consiguiente a los agigantados defectos
o vicios personales de numerosos miembros del colectivo de que se trate.
Todos sabemos que, con
el tiempo, si no los detectamos y no procuramos combatirlos, nuestros defectos
aumentan en número y, sobre todo, en intensidad. Quien era a los veintitantos
años un poco envidioso, un poco egoísta, un poco vanidoso, algo mentirosillo y
un tanto cobardica, sólo veinte años después andará a todas horas pavoneándose,
apuñalando a traición a sus compañeros, pisando cráneos ajenos con tal de
trepar, mintiendo al por mayor a propios y extraños, escurriendo el bulto a la
hora de decisiones poco gratas y mostrando una pusilanimidad penosa ante
cualquier tarea que se salga de la rutina. Rechazará a su lado a personas
valiosas y se rodeará de aduladores y mediocres que no le hagan sombra. Y si al
comenzar su vida adulta no se preocupaba por la elegancia y la limpieza de sus
ingresos, no tardará mucho en arramplar con todo lo que pueda, convertido en
adorador incondicional del dios Pluto. Comprenderán
que si todos podemos un mal día dejar a un lado por un momento unas buenas y
sólidas convicciones éticas o traicionarlas decididamente de modo habitual,
quien comienza su vida adulta desprovisto de ellas, no tardará mucho en
convertirse en una bestia amoral sin el menor escrúpulo.
Si a la indigencia
moral se une la intelectual, más
intenso aún es el proceso destructivo, que no sólo es ignorado por quienes
están inmersos en él, sino que, muy frecuentemente, convive con la más intensa
egolatría y con la convicción de una condición personal triunfante, con apenas
cumbres más altas que alcanzar.
Así, y no por ningún
misterioso proceso psico-sociológico, es como, al pasar el tiempo, toda clase
de grupos e instituciones son frecuentemente destruidos. No se autodestruyen,
sino que los destruyen algunos de sus más prominentes miembros. Mucho
antes del asunto de los procesos de
autodestrucción me había ocupado de recordar que no hay y no ha habido nunca
un “sistema” que, por sí mismo, se pueda considerar inmune a la corrupción de
las personas con mayor poder y responsabilidad: cualquier entramado institucional
se viene abajo sin buenas dosis de ética en las personas, en cada persona y, en
especial, en los dirigentes.
En España han
destruido casi todo lo institucional. No me parece incurrir en
exageración y, desde luego, me produce una intensa tristeza ese panorama. Intelectual,
ética y estéticamente, estoy en las antípodas de quienes encuentran cierto
gusto morboso en proclamar la decadencia y el hundimiento de España. Pero la
realidad es terca e innegable, sin que exista algún buen patriotismo que permita
disimularla. De modo que sí, apenas veo una institución sana, prestigiosa,
capaz de encabezar un empujón de renovación y limpieza. Estoy convencido
de que se equivocan quienes siguen proponiendo reformas o innovaciones institucionales.
¿Qué cabe esperar, por ejemplo, de un así llamado “fiscal anti-corrupción” en
cada partido político o en cada Ayuntamiento? ¿Acaso no han tenido y tienen ya
todos los partidos y Ayuntamientos cargos con autoridad y potestad para impedir
y reprimir la corrupción? ¿No son “anti-corrupción” todos los cargos?
Pero, a diferencia de
quienes, indignados con hartos motivos y razones, se han dado ya a generalizar y a
descalificar a todos los integrantes de los grupos de personas que protagonizan
la política, la justicia, la educación, los sindicatos, p. ej., el conocimiento
de la realidad me permite afirmar que no todos los políticos son corruptos y
vagos, ni todos los jueces ignorantes, perezosos o descuidados, ni todos los
profesores incompetentes y ni siquiera todos los sindicalistas unos vividores
aprovechados. En todas partes, en todos los ámbitos, incluso en los más
deteriorados, quedan más o menos personas decentes, con buena y genuina
cualificación profesional e incluso con un historial de trabajo comparable al
de sus mejores colegas del resto del mundo. Son, sumadas una a una, muchas, muchísimas personas. Lo que ocurre es que bastantes de ellas están
como atrapadas en sus respectivos ambientes, algunos (como el
de la política) especialmente podridos y en los que resulta sumamente difícil o
casi imposible desplegar un esfuerzo operativo de regeneración.
Mas, por difícil que
resulte, desprestigiados los partidos políticos y el entramado de instituciones
que ellos dominan, desmoralizada y carcomida la Universidad, maltratada la
Justicia desde dentro y desde fuera, etc., sólo cabe esperar que personas, personas decentes, muchas
personas decentes que aún quedan, comiencen por distanciarse intelectualmente
de la corrección teórica y práctica imperante
en su partido, en su Universidad, en la Justicia, en su mundo empresarial, etc.
Lograda la distancia intelectual (o,
con otras palabras, restaurada la finura del espíritu crítico) y recuperada una
cierta valentía (es decir, desechada la cobardía y la pereza habituales), estarán
-estaremos- en condiciones de pensar en serio qué hacer, cada uno solo y junto
a otros. Después, a hablar, escribir y actuar, como buenamente podamos, pero
sin perder tiempo ni concederse más descanso que el necesario. El resultado de
esos esfuerzos personales nadie puede predecirlo ni augurarlo. Pero son lo
único que resulta posible y lo que debemos considerar objeto de un serio e
inexcusable deber personal. Por otra parte, sabemos con certeza que, de seguir
como hasta ahora, meramente contemplativos
de lo que pasa, mudos y pasivos, el tinglado actual acabará derrumbándose
del todo. Más bien pronto que tarde.
Suponiendo que no se
reaccione (y, de momento, eso es lo que hay que suponer), ¿qué quedará, qué nos quedará cuando el “sistema” se
caiga, cuando el “establishment” se venga abajo? No estoy en condiciones de
profetizar y responder a esa cuestión. No veo a nadie capaz de hacerlo. Pero
quizá quede algo -algo que no sean ruinas y escombros- si, cada uno por sí y todos juntos, que diría Cervantes, hablamos,
escribimos y actuamos en una buena dirección, con cabeza y valor, sin soberbia
cegadora ni el inconmensurable atrevimiento de la ignorancia.