“America can do whatever we set our mind to”: REFLEXIONES CONTRA CORRIENTE
Murió Bin Laden. Más exactamente, le mataron. Al principio fue la noticia escueta, con unos pocos datos. Después, sin muchos datos fiables más (que no son de esperar, me parece, y que, en buena medida, resultarán contradictorios: cuando la versión de algo ocurrido sin testigos o con testigos mudos se engorda, suelen aflorar los desajustes), se ha desatado, en todo el mundo, una muy dura polémica, que alcanza la ferocidad en muchas expresiones de máximo enfrentamiento. La casi completa unanimidad sólo se produce en cuanto a la repulsa absoluta a Osama Bin Laden. En todo lo demás, los grandes titulares ya dan idea de la extrema polaridad: desde “asesina” o "liquida" a “mata” o “da muerte”. Sujeto de la oración principal: “Estados Unidos” y, más concretamente, por propia declaración pública, su Presidente, Barack Obama.
Es penoso que opinar libremente sobre esta acción de los Estados Unidos resulte arriesgado salvo que se aplauda sin apenas objeción o con meros suaves reparos. Especialmente inaceptable encuentro que cualquier consideración crítica de cierto calado se presente como un solapado apoyo al terrorismo islámico o, casi peor, como un exceso trasnochadamente “exquisito” y frívolo de garantismo, que desprecia el dolor y los derechos de las víctimas para preocuparse sólo, o casi, de los derechos humanos de los delincuentes (ya lo he leído así, tal cual, bastantes veces). No es así. La tensión entre la libertad individual y la seguridad de la sociedad es permanente en la represión jurídica de la criminalidad. Diríase que no puede ser de otra manera. El equilibrio entre esos dos valores no es fácil de lograr ni tiene que ser el mismo en todas partes y en todos los tiempos. Pero ni los amantes de la libertad están autorizados a insultar a los que ponderan mucho la seguridad ni en nombre de la seguridad pública y del justificado rechazo del terrorismo y de la violencia criminal resulta razonable y civilizado injuriar a quienes se preocupan de la libertad y de los derechos individuales. No son serias y razonables, sino tristes e irracionales, las caricaturas descalificadoras que los unos propagan sobre los otros.
La valoración libre de la incursión USA en Pakistán y la muerte de Bin Laden, sin mayores peligros de linchamientos o bofetadas verbales, es muy pertinente y legítima, porque se trata de un suceso de excepcional calado. No son legítimos los sofismas, las graves incoherencias y ciertas comparaciones que, interesadamente, pretenden anular grandes diferencias entre lo que se compara. Pero todas las valoraciones razonadas, que pueden ser y son muy diversas e incluso opuestas, merecen una seria reflexión.
Ante un suceso con tantas y tan graves facetas e implicaciones, podría yo guardar silencio, dados los riesgos que están a la vista. Pero, muy probablemente, ni eso es lo que esperan los habituales lectores de este “blog” ni es lo que corresponde, por lógica, a la decisión de abrir y mantener este medio de expresión. Mi libertad de opinar (cuando tengo una opinión formada) o callar es innegable, pero, ante un acontecimiento como éste, callar por completo me parece difícil de justificar. Significaría una de estas dos cosas: o “no tengo ningún criterio” o “no quiero correr el riesgo de pensar o de decir lo que pienso”. Rechazo el silencio, pues, porque ninguna de las afirmaciones implícitas en él son ciertas en mi caso.
Dicho lo anterior, voy a ir por pasos. Y considero necesario establecer algunos puntos que sirvan de marco a la valoración.
Primero. Jurídicamente, la muerte intencionada de Bin Laden no me parece calificable de “asesinato”. “Asesinato”, es un término jurídico, que siempre debería utilizarse sólo en el plano jurídico. Para ordenar la muerte de Bin Laden, el jefe de una organización terrorista a la que se había declarado la guerra, el Presidente de los EE.UU. contaba con cobertura legal. Contaba con una previa y clara autorización del Congreso de ese país. Obama no se ha salido fuera del sistema o del régimen político-constitucional de los EE.UU.
Por supuesto, se puede discrepar de esa cobertura legal: lo que no cabe es negarla. Y uno puede estar sustancialmente conforme e incluso entusiasmado con el sistema jurídico-político norteamericano o, por el contrario, abrigar reservas, más o menos numerosas y más o menos serias y graves. Personalmente, abrigo numerosas y muy serias reservas sobre ese sistema y, desde luego, niego que sea superior al nuestro (en teoría y también en la práctica). En todo caso, es perfectamente natural que a no pocos ciudadanos y juristas españoles y europeos nos choquen fuertemente las peculiaridades del régimen USA. Muchas y fundamentales cuestiones jurídicas son respondidas a diario en los EE.UU. de modo sumamente distinto a cómo se responden en toda la zona del Civil Law o del Derecho europeo continental y sus áreas extraeuropeas de implantación o influjo. Ocurre, sobre todo, que, con cierta frecuencia, los norteamericanos se evaden de su propio sistema (el judicial penal, p. ej.) y construyen una alternativa. Y en ocasiones, llegan incluso a crear verdaderos “agujeros negros”, que engullen y hacen desaparecer lo jurídico: ahí está Guantánamo, sin ir más lejos. Ya he dicho en este blog, a propósito de ese campo de internamiento, cuánto me desconciertan (es un eufemismo) las “reglas” (?) sobre las que esa “facility” se asentó y sobre las que permanece abierta, así como todo lo que implica. En especial, me resulta imposible aceptar, además de las torturas y los tratos inhumanos persistentes y sistemáticos, que se mantenga a personas en privación indefinida de libertad cabalmente porque se carece de pruebas para llevarlas a juicio con altas probabilidades de una sentencia condenatoria, incluso ante tribunales militares (esto es lo que ellos dicen abiertamente, no es un juicio mío). Considero superlativa, inigualable, la paradoja de que ese aislado desierto jurídico haya sido creado y mantenido justo por el país de la “Justicia para todos”, el “due process of law”, la doctrina del rechazo de los “frutos del árbol envenenado” (en materia de prueba) y el enorme poder jurídico y judicial del pueblo, encarnado en la sacrosanta institución del Jurado (Jurado del que se prescinde, sin embargo, en un altísimo porcentaje de todo tipo de casos en que debiera intervenir). No me sirve de consuelo ni de justificación el traído y llevado “american exceptionalism”, sobre el que algún día tal vez me extienda. Pero para discrepar seriamente primero hay que esforzarse por comprender aquello de lo que se discrepa.
Segundo. La comparación igualadora de la orden presidencial de Obama y su ejecución con cualquier “guerra sucia” también me parece, no enteramente falsa, pero sí inexacta. La inexactitud estriba, no ya en la legalidad a que me acabo de referir, sino más aún en otro elemento muy visible y fácil de identificar. Por “guerra sucia” se viene entendiendo lo que se hace bajo cuerda, sin dar la cara, negándolo o eludiendo cualquier protagonismo y responsabilidad. Y lo que los EE.UU. han hecho con Bin Laden puede parecer mal, muy mal o pésimo, pero se ha hecho oficialmente y sin que las autoridades del país negasen conocerlo o pretendieran que se ha llevado a cabo sin su consentimiento. No es la OAS francesa (que combatía el terrorismo/independentismo argelino) ni menos aún el GAL español. En el “affaire Bin Laden” hay, desde luego, una “razón de Estado”, pero no es la clásica o típica “razón de Estado”, por definición opuesta y contraria a la legalidad. También aquí he de insistir: el reconocimiento de estas diferencias no supone necesariamente una valoración positiva y mucho menos un entusiasmo por el sistema y, en concreto, por la específica y singular “razón de Estado” que cabe intuir como base de los planteamientos de muchas autoridades USA y se aprecia bien en el discurso oficial de Obama tras la muerte de Bin Laden.
Tercero. El territorio y la atmósfera o ambiente que el poder -el oficial, con legitimidad de origen- marca como de guerra es siempre un territorio en el que el Derecho se ausenta en cierto modo. Mucho, bastante o poco, pero se ausenta o, si se prefiere decirlo con otras palabras, se debilita su presencia. Las excepciones constitucionales y legales para los tiempos de guerra consisten, casi por definición, en restricciones a la luz: muchas más sombras, mayor opacidad, mucho menor control jurídico con más poder ejecutivo. Atención: a mi entender, se puede discrepar de los presupuestos, el método y el alcance de la declaración de guerra al terrorismo y, en concreto, a Al Qaeda, establecida por el poder en los EE.UU. Pero, por una parte, la declaración existía sin lugar a dudas, oficial, pública y solemne, y, por otra parte, enmarcar el suceso de que hablamos en un escenario de guerra es algo que hay que hacer para entender lo ocurrido, que -reitero- no es lo mismo que estar de acuerdo con ello o aplaudirlo. Lo que quiero señalar es que bastante de lo que chirría ante la invasión USA de un país extranjero soberano para dar muerte a Bin Laden y sus acompañantes se debe, bien mirado, a que el escenario bélico actual (sobre todo tal como ha sido concebido y caracterizado por el poder USA) expulsa, por así decirlo, innumerables factores o ingredientes jurídicos, incluidos los propios del Derecho Internacional Público. Esta “expulsión de lo jurídico” es, ante todo, un hecho, que aún no valoro.
Cuarto. La comparación de la “operación Bin Laden” con pretéritas y muy conocidas operaciones bélicas de intención homicida (de Churchill, de Hitler, etc.) adolece también, en cuanto se pretende igualar los episodios, de considerable inexactitud. Ya va quedando bastante claro, a medida que se analiza y se piensa lo ocurrido, que lo de Bin Laden presenta rasgos únicos. Ahora no existía una guerra declarada entre países, con uno de los contendientes empeñado en la expansión territorial. Se podrá decir que lo actual, respecto del terrorismo islámico, es similar a la guerra convencional, porque se trata también de una guerra. Muy bien: justamente es similar, pero no igual o idéntico. Lo similar se diferencia de lo idéntico por la concurrencia de parciales igualdades y parciales desigualdades. Perdón por esta obviedad, pero me ha parecido necesaria para poder objetar, simplemente objetar, ciertas rápidas equiparaciones, que conducen a tratar por igual lo que es simplemente similar o parecido, pero no idéntico. Dicho lo anterior, da fatiga explicar diferencias obvias entre intentos ingleses de acabar con Hitler, intentos alemanes de acabar con Churchill y la operación USA para acabar con Bin Laden. Simplemente, recomiendo no olvidar que han tardado casi diez años en encontrar a Bin Laden y que, por lo que sabe el Gobierno americano y sabemos todos acerca de Al Qaeda, abatir a Bin Laden en modo alguno podía (podrá) suponer un efecto semejante al de haber matado, en plena II Guerra Mundial, a Hitler o a Churchill. Éstos (sobre todo, Hitler) eran los líderes decisivos de una guerra con ejércitos y escenarios muy definidos. No así Bin Laden y la acción terrorista de Al Qaeda.
Sentado todo lo anterior, me parece difícilmente discutible que la muerte de Bin Laden a manos de los SEAL americanos, por órdenes directas del Presidente Obama, significa que el Gobierno de los Estados Unidos de América se considera legitimado para privar de la vida, en cualquier lugar, a quien las autoridades de los EE.UU. hayan considerado y declarado enemigo cualificado del pueblo de loss Estados Unidos. Significa, asimismo, que la ejecución de esta voluntad de la representación popular de los EE.UU. (la que cabe atribuir al Congreso de los EE.UU.) prevalece absolutamente sobre la legalidad internacional, p. ej., sobre la soberanía de la República Islámica de Pakistán, que existe al margen de lo que guste o disguste la historia y la realidad pakistaníes. Significa también que, entre otros textos, la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH), aprobada por la Asamblea General de la ONU el 10 de diciembre de 1948, puede ser completamente ignorada por los Estados Unidos de América: antes, durante y después de la acción militar USA del 1 de mayo de 2011 en Abbottabad, Norte de Pakistán. Los enemigos especiales, así declarados, ya no son humanos, puesto que carecen de esos derechos básicos.
Ante lo ocurrido, se puede decir e incluso gritar, como se ha dicho y gritado: "Well done!!" “¡Bien hecho!”. E incluso cabe que buen número de los que lancen tal grito expresen argumentos que, a su entender, lo justifican. “Abbottabad –hemos leído, por ejemplo- es la prueba del acierto y de la bondad del campo de Guantánamo.” ¿Por qué? Y nos responden: “porque Guantánamo es lo que ha permitido finalmente localizar y matar a Bin Laden”. No voy a discutir esa relación Guantánamo-Abbottabad. Simplemente digo que ese argumento supone, objetiva e innegablemente, justificar, por una finalidad genéricamente admisible, una gran cantidad de concretas atrocidades jurídicas, psicológicas y físicas. Es un argumento que justifica, p. ej., lo que ayer mismo, acogiendo un vomitivo eufemismo de ciertas autoridades USA, muchos medios denominaban “asfixias simuladas”. La verdad es que no hay simulación alguna: lo que hay es una tortura consistente en no consumar la asfixia hasta la muerte, a fin de poder seguir asfixiándote más veces. Sobre la tortura pueden imaginarse o presentarse casos verdaderamente extremos: p. ej., el de un detenido con seguros conocimientos para salvar o condenar miles de vidas en un corto plazo de tiempo. Pero en Guantánamo no se estaba en esa situación, como tampoco en otros “centros de detención” que ahora son aludidos y se dicen situados en “países del Este”.
Si, como se admite, Bin Laden no estaba armado, la “resistencia” que ofreció, ¿impedía capturarle vivo? Que se sepa, el comando de los SEAL apenas encontró oposición, pudo recoger diversos materiales y embarcar en los helicópteros, destruyendo antes uno de ellos, todo en muy poco tiempo. Es muy probable que presentase similar dificultad llevarse un prisionero que llevarse un cadáver. Pero todos sabemos -no por ser muy listos, sino porque las mismas autoridades americanas nos lo han hecho saber- cuántos “problemas” muy diversos crearía a esas autoridades (y quizás a sus aliados) un Bin Laden en prisión o confinamiento en USA. De modo que matarle evitaba todos esos “problemas”. Y así, lo más verosímil, como tantos afirman o insinúan, es que siempre se trató de una caza a muerte.
Voy a reconocer varias cosas sin ningún problema. Admito que es altamente probable -casi segura- la necesidad de mejores instrumentos jurídicos internacionales y nacionales frente al fenómeno de un terrorismo hiperfanático y dispuesto a la inmolación personal. Reconozco que no es satisfactorio, sino hiriente, que los terroristas (en especial los fanáticos suicidas) y ciertos tipos de criminales se aprovechen injustamente de un garantismo del que abusan, con grave desequilibrio de los intereses contrapuestos y con menoscabo injusto de la seguridad de la sociedad, es decir, de la debida protección del conjunto de la población, en tales o cuales países y en el entero planeta. Admito también que la ONU, aunque en ocasiones cumpla una función positiva, está muy lejos de ofrecer respuestas eficaces -jurídicas y prácticas- a terribles tragedias humanas de naturaleza criminal (consiente ahora mismo en Siria masacres diarias). Acepto que no se vislumbra un cambio positivo en esas “Naciones Unidas”. Pero todo eso no me vale para aplaudir la acción de los Estados Unidos de América en Abbottabat, matando a Bin Laden.
No me vale para justificar esa acción y lo que implica, porque lo que se deriva de cuanto acabo de reconocer como necesario es la urgencia de un esfuerzo y de unos buenos resultados en el sentido de perfilar mejor las garantías de los sospechosos, de los detenidos y de los acusados (especialmente, en casos de terrorismo) y, a la vez, ciertas reformas para hacer más eficaz la persecución y sanción jurídica de la más grave criminalidad. Lo que no cabe aceptar, por irracional, inhumano e injusto, es que las tremendas realidades del terrorismo y del narcotráfico impulsen una drástica disminución de las principales garantías previstas en la DUDH de 1948. Ahí se da un gran salto porque es lo más fácil de hacer con resultados inmediatos, pero se trata de un verdadero salto mortal. Supone asimismo un tremendo cambio, respecto de un mínimo respeto al Derecho Internacional, la prevalencia absoluta en nuestro mundo de la voluntad política de los Estados Unidos de América. Y, sin ánimo de exhaustividad, encuentro de enorme gravedad que un país, por importante y poderoso que sea, por generoso que haya sido y siga siendo con otros países, excluya por completo a ciertas personas de la elemental protección que brindan muchos preceptos de la DUDH (texto que tomo como ejemplo: no es el único ni el mejor, pero sí el más aceptado mundialmente). Hacer excepciones -incluso con Osama Bin Laden- a la efectividad de ciertos principios supone, ineludiblemente, abrir y dejar abierta una ancha puerta al ejercicio del puro poder, una gran puerta abierta a que quien pueda haga lo que quiera.
Abandonar todo estatuto básico de limitaciones claras al poder es el suicidio de una sociedad libre. Es lamentable que esta o aquella sociedad, organizada en Estado, resuelva emprender el camino de ese suicidio (o lo que uno piensa que es tal y que ójala se rectifique), aunque, desde fuera de esa sociedad, no quepa sino aceptar lo que por ella se decide. Pero lo que ha sucedido en Abbottabat es otra cosa, muy distinta, ésta : que una sociedad y un Estado determinados imponen al mundo entero, de hecho, por su concreta fuerza, prescindir del Derecho o, lo que es igual, inventar un falso Derecho, que no incluye razonables limitaciones al poder, político o de otra clase.
La acción USA contra Bin Laden en Abbottabat, el 1 de mayo de 2011, no supone un cambio, medianamente pensado, de un modus vivendi mundial a otro. No se ha diseñado, ni siquiera provisional y limitadamente, algo distinto de las reglas actuales, que se pretenda mejor que ellas. Lo ocurrido expresa directamente una pura y dura involución. La involución de suspender cualquier regla. Si bien se mira, el episodio de Abbottabad es la proclamación, con trompetas y clarines, de un difuso estado de excepción, no para los Estados Unidos de América, no con la Patriot Act, querida, al fin y al cabo, por la gran mayoría de los ciudadanos USA. Se ha decretado por los Estados Unidos de América un estado de excepción indefinido en todo el mundo.
Que a Osama Bin Laden no era posible tratarle como a cualquier feroz delincuente está fuera de toda duda. Que la “excepcionalidad Osama” llegase a justificar la excepcionalidad de Obama me parece, en cambio, muy dudoso. Más claro: me parece mal. Demasiados valores y reglas universales han sido sepultadas en la refriega de Abbottabat. El precio de esta nueva muestra de “american exceptionalism” resulta imposible de aceptar con cordura. Veo cuántos -de casi todos los colores- andan embobados (y un poco embotados también) ante la demostración de poderío y “eficacia” y ante el alarde de perseverancia USA en la retribución y la venganza. Les comprendo. De verdad comprendo a esa gente. No me siento vacunado contra eventuales sentimientos de venganza. Pero la venganza -que no la justicia, como la llama Obama- es rechazable, aunque cueste mucho rechazarla. Y, por otra parte, me da mucha pena una tan grandísima y extendidísima devoción al poder, al éxito y a la “eficacia”, todo en el mismo “pack”. Comprendo que el mundo sufre una pandemia así, pero me considero afortunado por haberme librado de ella y saber algo de sus temibles efectos. Y me considero obligado a denunciarla y combatirla como pueda.
Nunca he sido antiamericano. Más bien, durante bastante tiempo, me pareció admirable casi todo lo americano. Exageraciones juveniles, más que errores crasos, pienso. Por eso, porque no soy antiamericano, me resulta doloroso escribir -no a la ligera, acierte más o menos- lo que ya he dejado dicho y lo que voy a decir aún. Lo que ha decidido Obama y han ejecutado sus subordinados me parece el producto de un gravísimo error de juicio, propiciado por una mentalidad jurídica y éticamente rechazable. Todos conocen el “YES, WE CAN” electoral de Barack Obama. No es éste el momento de bromas, sarcasmos o jueguecitos de palabras al respecto. Sí es oportuno, en cambio, contraponer a esa cantinela electoral de tres palabras, una frase clave al final del discurso de Obama el 1 de mayo: “America can do whatever we set our mind to” Son palabras que se pueden traducir suavemente, como las versiones oficiales en español, pero esas palabras significan, a la postre, que “América puede hacer cualquier cosa que se le ocurra” o, más precisamente, que "América puede hacer cualquier cosa que se nos ocurra". Aparte de la penosa inclinación, bastante analfabeta y desconsiderada, a tomar la parte por el todo, como si los EE.UU. fueran toda América, quizás esa “América” ahora encarnada por B. Obama pueda hacer cualquier cosa que se inserte en su mente o que nazca de ella. Pero no siempre debe hacerla. Entre otros motivos, porque lo que se le ocurra a ese "we", "nosotros", que es identificado con “América”, a veces no será acertado sino erróneo, incluso en el más prosaico y pragmático plano de la política menor y cortoplacista.
Varios Presidentes de los Estados Unidos de América se propusieron públicamente, en distintas solemnes ocasiones, acercarse más a la comunidad internacional y colaborar más estrechamente con ella, abandonando un notable unilateralismo (en el que, es justo reconocerlo, los EE.UU. hacían buena parte, parte dura, del trabajo de otros). El 1 de mayo de 2011, esa dirección se ha abandonado bruscamente. “America” ha llevado a cabo una exhibición de puro poder que, lo comprendo, entusiasma a muchos. A mí me parece demasiado predominio del puro poder sobre reglas de suma importancia, amén del retorno a una soberbia (en ambos sentidos de la palabra) soledad. Y, además, dudo de que lo realizado le convenga políticamente al pueblo de los Estados Unidos de América. Como dudo mucho también de que, para luchar eficazmente contra el terrorismo islámico, haya sido mejor matar a Bin Laden que tenerlo localizado y controlado. La nada temeraria conjetura de que Barack Obama, con baja popularidad el 31 de abril de 2001, ha comprometido gravemente a su Nación por pensar que una mayoría de los estadounidenses recibirían un fuerte impacto positivo si Osama Bin Laden fuese capturado “dead or alive” (but better absolutely dead, me permito añadir) ganará solidez y podría convertirse en certeza si, en el terreno (pragmático pero muy importante) del combate al terrorismo islámico, esta “operación Abbottabat” no sólo no rinde frutos claros, sino que desencadena efectos muy negativos. Puede ocurrir en no pocos frentes. No lo deseo, pero me lo temo. Cuando se tiene mucho poder, la tentación de dar avisos contundentes es acuciante. Es muy humano caer en esa tentación, pero lo que es sabio y realmente eficaz es combatir y eliminar el orgullo y el ansia de demostrar el propio poder. La sobreactuación, como le llaman ahora a la demasía prepotente, no conduce a nada bueno.