POR ENCIMA DE LA POLÍTIQUERÍA: SOBRE LA DEMOCRACIA Y LAS CONVICCIONES PERSONALES (I)
En los últimos tiempos está siempre planteada por algunos, más o menos explícitamente, una cuestión de enorme importancia. Es ésta: si es consustancial a la democracia (para su implantación y eficacia) que los ciudadanos sean escépticos o relativistas o carezcan de convicciones o, en otros términos, si los ciudadanos con fuertes convicciones pueden ser buenos ciudadanos demócratas. Quienes plantean esa crucial cuestión dan ya por sentada la respuesta afirmativa (el relativismo o escepticismo es consustancial a la democracia) y sientan, como corolario indiscutible, que la democracia no es, no puede ser, un modo de vida confortable para ciudadanos con convicciones. Estos ciudadanos deben adaptarse y someterse al sistema democrático, pero no pueden jugar ningún papel relevante, como otros ciudadanos, en la construcción y mantenimiento de la democracia.
Como muchos otros, entiendo que esa respuesta y su corolario son erróneos y tiránicos.
Por un lado, la democracia no nace teóricamente ni puede afirmarse que históricamente haya sido construida con la pretensión de descubrir o definir verdades. La democracia es el nombre que recibe un modelo, con un número indefinido de variantes, para el gobierno y la administración del Estado, no un método universal de investigación o un modelo de aplicación general para el conocimiento de la verdad o para la fijación de certezas.
Es, por añadidura, extremadamente paradójico que asignen a la democracia una función definitoria de la verdad quienes profesan el relativismo escéptico y que precisamente sean ellos quienes ven como obstáculo para la democracia el comportamiento público de personas con convicciones sobre la verdad. En realidad, quienes tienen fuertes convicciones (y, muy concretamente, los católicos), están, en cuanto tales, convencidos de muy pocas verdades y si se trata de católicos con buena formación, están abiertos y plenamente dispuestos a la investigación libre y respetuosa en infinidad de campos, materias y cuestiones.
El modelo de demócrata que, para Kelsen, es Pilatos, porque primero se desentiende de la verdad (“¿Qué es la verdad”) y luego se vuelve a buscar la mayoría (“¡A Barrabás, a Barrabás!”) es modelo sólo para cierta concreta idea de democracia. Un modelo, por cierto, que, para otros seres humanos dignos de respeto, está —o quizá haya que decir que estaba— superado y desechado para determinar socialmente, funcionalmente, lo cierto y lo justo. Desde luego, la vigencia del positivismo hubiese resultado difícilmente compatible con los juicios de Nürenberg.
Por otro lado, la democracia, en cuanto tal, no se ha formulado teóricamente ni se ha desarrollado en la historia sin presupuestos y sin límites. No ha sido, ni teórica ni históricamente, un Absoluto, que se sustenta a sí mismo sin necesidad de bases o fundamentos previos y que carezca de un ámbito delimitado.
La democracia griega descansa en cierta idea de virtud (V. ARISTÓTELES, Política, libro III, 1276b, 4, 1277ª, Ed. Gredos, Madrid, 1944, págs. 160-165) y en el respeto a las leyes y, desde luego, no concierne a todas las facetas de la vida humana. La democracia moderna, que nace en Norteamérica, tampoco pretende ser totalitaria y se apoya en una idea de la dignidad del hombre (de su libertad, de su igual dignidad) que los procedimientos democráticos no sólo no pueden contrariar sin deslegitimarse radicalmente, sino que han de garantizar. Hay unos denominados “derechos humanos” o unas libertades (de opinión, de expresión, etc.) que la democracia siempre tiene que respetar. Son anteriores y superiores a ella.
Veamos hoy algunas frases de ARISTÓTELES (ibid., págs.. 232-234), que ilustran sobre varios puntos de suma importancia: las diferentes formas de democracia y el papel que en la democracia el respeto a la leyes y los demagogos, contribuyendo decisivamente a la corrupción y perversión de la democracia:
“Otra forma de democracia es aquélla en la que todos participan de las magistraturas, con sólo ser ciudadanos, pero la ley es la que manda. Otra forma de democracia es en lo demás igual a ésta, pero es soberano el pueblo y no la ley; esto se da cuando los decretos son soberanos y no la ley. Y esto ocurre a causa de los demagogos. Pues en las ciudades que se gobiernan democráticamente no hay demagogos, sino que los ciudadanos mejores ocupan los puestos de preeminencia; pero donde las leyes no son soberanas, ahí surgen los demagogos. El pueblo se convierte en monarca, uno solo compuesto de muchos, ya que los muchos ejercen la soberanía, no individualmente, sino en conjunto”. (...)
“Un pueblo de esta clase, como si fuera un monarca, busca ejercer el poder monárquico, sin estar sometida a la ley, y se vuelve despótico, de modo que los aduladores son honrados, y una democracia de tal tipo es análoga a lo que la tiranía entre las monarquías. Por eso su carácter es el mismo: ambos regímenes ejercen un poder despótico sobre los mejores, los decretos son como allí los edictos, y el demagogo y el adulador son una misma cosa o análoga: unos y otros tienen una especial influencia en sus dueños respectivos, los aduladores con los tiranos, y los demagogos con los pueblos de tal condición. Esos son los responsables de que los decretos tengan la autoridad suprema y no las leyes, presentando ante el pueblo todos los asuntos; pues les sobreviene su grandeza por el hecho de que el pueblo es soberano en todas la cosas, y ellos controlan la opinión del pueblo porque el pueblo les obedece. Además, los que presentan acusaciones contra los magistrados dicen que el pueblo debe juzgarlas, y éste acepta con gusto la invitación, de modo que se disuelven todas las magistraturas. Podría parecer razonable la crítica del que dijera que tal democracia no es una república, porque donde no mandan las leyes no hay república. De modo que si la democracia es una de las constituciones, es evidente que una organización tal en la que todo se rige por decretos, tampoco es una democracia en sentido propio...”
Evidentemente, la contraposición aristotélica entre leyes y decretos no es la actual. Las “leyes” aristotélicas serían normas jurídicas generales dotadas de gran estabilidad (e incluso no escritas), mientras que por “decretos” habría que entender cualesquiera decisiones menores, ocasionales, que, sin embargo podrían ser adoptadas por órganos populares. Si el pueblo sigue más a los demagogos que a la ley, la democracia deviene análoga a la tiranía.
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