miércoles, 8 de julio de 2015

SOBRE POLÍTICOS COMPETENTES: ELEMENTALIDADES OLVIDADAS O DESPRECIADAS (BIS)


EL "EX-OPOSITOR" (TRIUNFANTE) Y EL “EX-JOVEN” (Y EL MERO JOVEN)
 
(REEDICIÓN DE UN POST DE 10 DE MARZO DE 2011)
 
 
En vista de lo que está pasando y de lo que va a pasar con seguridad si se sigue la vereda de la tontería por la que andan a toda prisa muchos de nuestros dirigentes (ya saben el dicho, que escuché por vez primera en Andalucía: “cuando un tonto coge una verea, se acaba la verea y el tonto sigue”), he rescatado de este baúl de textos que ya va siendo POR DERECHO un post de hace más de cuatro años. Y va tal cual. No voy a escribirlo de nuevo cuando ya lo escribí y no veo necesario ningún cambio. Igual me equivoco, pero he pensado que las elementalidades de hace más de cuatro años son de interés actualísimo porque hoy en España, aparte de un nuevo Rey al que no objetaré en absoluto su relativa juventud (preparación la ha tenido desde que nació), se registra un exceso de figuras emergentes, auto- o hetero-propulsadas, jóvenes y ex-jóvenes, a quienes no les hace ningún favor otro tremendo exceso, que es el de la bobaliconería y la adulación con que se les está presentando y tratando. Ya bastantes de estos “emergentes” se están expresando y están actuando con una fatua suficiencia y una presunción que asustan y que tienen la misma entidad que su ignorancia. Y no: la competencia y la talla personal y profesional hay que demostrarla, hay que ganársela. Y no digamos la condición de líder… o de “lideresa”. Copio (me copio):

 
Hace días, trataba de la “competencia” a propósito de la que tienen o no tienen nuestros dirigentes políticos o de otra especie. Lo que hoy quiero decir, verdaderas elementalidades, vale también para cualquier ámbito de la vida social. Y, en síntesis, es esto: no se debe confundir el principio con el final.
Esa confusión es exactamente la que se manifiesta (o la que se fomenta, porque en ocasiones parece intencionada) cuando, sin más, se presenta como credencial definitiva de competencia e incluso de prestigio poseer un grado de Doctor o haber ganado (en buena lid, es de suponer) una oposición difícil (o dos). En la trayectoria profesional de un profesor universitario (única en la que el doctorado cuenta), el grado de Doctor es un segundo paso, al que deben seguir años de docencia, de investigación y publicaciones. Si después del doctorado se hace poco, no se estudia, no se enseña y no se investiga, magro será el curriculum. Si se sacó el número 1 en unas oposiciones de Notarías hace 15, 20 ó 30 años, pero apenas se ha ejercido el Notariado, estamos ante un lejano éxito inicial, pero no ante una trayectoria profesional ni ante una prueba de que, en la actualidad, aquel brillante opositor sabe Derecho. Lo único que acredita haber sacado Notarías a la primera, con 25 años, es que se trabajó muy duramente 3 ó 4 años y que, a los 25, se tenía magnífica memoria, buena cabeza y más que decente forma física. Pero hoy, a los 35, 45 o a 55 años, cuánto sabe, qué experiencia tiene e incluso quién es esa misma persona depende de lo que hizo (o no hizo) en los 10, 20 ó 30 años posteriores a su brillante triunfo inicial. El mero transcurso del tiempo sólo procura olvido del saber y enmohecimiento intelectual. Y el transcurso de 10, 20 ó 30 años de dedicación plena a la política, sin más, puede procurar los mayores olvidos y los más graves deterioros, intelectuales y éticos.
Indudablemente es legítimo, p. ej., sacar una oposición a Cátedra universitaria o a plaza de Letrado de las Cortes y dedicarse de inmediato a la política, como lo es ingresar en la Carrera Judicial y quedar excedente en ella al poco tiempo para dedicarse a la abogacía. Pero por la misma razón por la que ni el Catedrático y el Letrado de las Cortes pueden razonablemente exhibir esa mera condición como si constituyese un curriculum vitae rico en méritos, tampoco debería hacerlo el miembro destacado de la clase política que, en su día, ya lejano, ganó una oposición a un cuerpo funcionarial más o menos ilustre, pero en el que no ha desempeñado funciones más que por una corta temporada.
Fuera de la política y de la vida pública, es muy mala cosa confundirse hasta el punto de considerar un triunfo inicial (y, concretamente, en una oposición muy difícil, difícil o no facilona: grados bastante relativos) como éxito irrevocable y culminación del itinerario vital que de verdad atribuye competencia y mérito. Pero es en la política donde más se suele exhibir el triunfo inicial como certificado de idoneidad o de excelencia, precisamente a falta de una trayectoria posterior de sucesivos y constantes esfuerzos, con nuevos éxitos y con otras experiencias quizá no exitosas, pero muy relevantes para la personal formación profesional y la madurez humana, que son de gran importancia para desempeñar funciones públicas.
Por lo demás, para la res publica como para todo, es muchas veces preferible, por más prudente, el ignorante consciente de esa condición que el ignorante sabelotodo. Yo, desde luego, siento mucho menos pánico ante un ignorante perfectamente (re)conocido como tal que ante un sabihondo que no ha perdido las grandes ínfulas que le inflaron el ego de falsa superioridad el día en que, hace 10, 20 ó 30 años, fue “número uno” de su promoción de Profesional Importante. El ignorante actual pero prudente puede aprender y, sobre todo, estará inclinado a preguntar y a estudiar lo que haga falta. El cerebrito presuntuoso y creído no tiene que preguntar (o eso se cree él; de ahí que se le llame creído): lo considera innecesario. Y, si le contradicen con argumentos, lo toma muy mal, como si de un ataque personal se tratara. No acepta ni tolera la discrepancia y menos una completa discrepancia. Si, imprudentemente, coloca a los demás en el trance de discrepar y efectivamente discrepan con claridad, se considera víctima de una humillación. Como no comete errores (o, si los comete, no está dispuesto a reconocerlos), no rectifica ni en el asunto de que se trate ni en su actitud habitual. Y sigue cometiendo los mismos errores.
LA MERA JUVENTUD, COMO MÉRITO
(Y, FRECUENTEMENTE, COMO ÚNICO Y DECISIVO MÉRITO)
 
Hay otro fenómeno social frecuente en nuestros días, que es muy conveniente descubrir: la juventud como mérito. Ser joven es, por sí solo, para ciertos dirigentes políticos y para un número aún mayor de jóvenes (interesados), un mérito e incluso un mérito decisivo. Se trata de una de las grandes idioteces que impregnan desde hace unos años la vida social, aquí y en el ancho mundo. Cualquiera sabe que hay jóvenes muy inteligentes, inteligentes, lentos, cortos y muy cortos. Cualquiera sabe que hay jóvenes con mucho ímpetu y otros que se diría que nacieron ya cansados y no han hecho sino cansarse más en su infancia y su adolescencia. Vemos jóvenes trabajadores y otros sumamente vagos. Los vemos con ganas de comerse al mundo y cambiarlo, junto a otros sumidos en el sopor del más absoluto conformismo. Los vemos con ideales y los vemos con un utilitarismo y un egoísmo que asustan. La juventud es -si dejamos a un lado discursos tópicos, en un sentido y en el opuesto- una circunstancia temporal de la vida humana, que no incluye o arrastra, por sí misma, otros rasgos de temperamento, carácter, personalidad, cualidades y defectos, sino que se combina, en cada individuo, con los más diversos rasgos. Una persona joven puede, aun siéndolo, revelar una madurez y una sabiduría de la que carecen personas mayores, ancianas e incluso longevas, que quizá siguen siendo tan atolondrados y tarambanas como a sus 20 años, si no más, por la mayor “práctica”. A pesar de estas genuinas evidencias, hemos vividos y aún vivimos una época en que la juventud, en sí misma, parece considerarse como equivalente a capacidad y mérito.
En la vida política sobre todo, donde, a ciertos efectos, la juventud es algo demasiado relativo y se es joven (de las Juventudes Socialistas, Populares, Convergentes, etc.) tanto a los 18 como a las 37 años, muchas personas ocupan puestos de responsabilidad -incluso de mucha responsabilidad- por el simple hecho de ser jóvenes: algo más de 20 y menos de 36 años. Fulano (o Perenganita) llegó a ser Jefe de esto o de aquello, Director General, Secretario de Estado, Consejero, Viceconsejero, Asesor áulico, Secretario General, etc. cuando era lo que se dice “un joven (o una joven) brillante”, con una carrera universitaria y una conversación que parecía revelar cultura amplia, “lecturas complementarias” (si eran muchas y bien asimiladas o meras citas de ocasión, se descubriría después). Tal vez era también un “joven activo” y voluntarioso. Así empezaron muchos dirigentes políticos actuales y luego, pasados 10, 20 ó 30 años, esas personas siguen, en términos de mérito y capacidad, exactamente igual que cuando empezaron. Si tuviéramos que decir qué son ahora estos dirigentes, sólo podríamos afirmar que son “ex-jóvenes” o, si se prefiere, “ex-jóvenes brillantes”. Suena raro, ¿verdad? Pero, ¿acaso no es exacto en gran número de casos?
Quiero procurar ser objetivo y justo: algunos de los “jóvenes brillantes” dedicados a la política pueden exhibir, tras sus comienzos, una buena gestión de los empleos que obtuvieron. Llegan a ser personas maduras y competentes, con prestigio real y con oportunidades de empleo fuera del sector público. Cuando hablan, se nota que saben de lo que hablan (cosa imposible de fingir) y se les escucha con interés. Pero, por desgracia, se trata de excepciones a la regla. La regla es que los antaño jóvenes alcanzan la cincuentena y nadie, con desapasionamiento, los considera ya "profesionales brillantes” y ni siquiera profesionales, ni buenos ni mediocres. De modo que, por mucho que se estire temporalmente la juventud, han dejado de ser jóvenes y han pasado a ser únicamente “ex-jóvenes”.
He dicho antes que el mero transcurso del tiempo sólo procura olvido del saber y enmohecimiento intelectual. No tengo que rectificar, pero sí completar lo que viene con el tiempo. Por razón del tiempo, hay algo que los jóvenes nunca tienen (nunca hemos tenido): experiencia. O, al menos, suficiente experiencia. Ni experiencia de la vida ni experiencia profesional bastante. Y la experiencia hace falta, es un excelente “activo” para el desempeño de muchos empleos y funciones (aunque no hay que confundir experiencia con antigüedad; sólo interesa la experiencia buena: la mera antigüedad, por sí sola, no dice nada). Prescindir de la (buena) experiencia o minusvalorarla es una necedad tan asombrosa como extendida, que cometen los que, siendo jóvenes, desdeñan ser inexpertos y no toman precauciones. Pero la cometen también y es mayor aún el delito de los que, en el trance de seleccionar y designar a otros, lo hacen en favor de quienes, como suele decirse, aún están “verdes” (y a los que harán bastante daño). Y no deciden en ese sentido por necesidad (por falta gente experimentada, p. ej.) ni adoptan prevenciones y cautelas. Lanzan jovencitos y jovencitas al estrellato (a las estrellas y a estrellarse), porque la falta de experiencia -que seguramente les aqueja a ellos mismos- no les parece de ninguna importancia, adoradores como son de la simple juventud. Así nos hemos visto en las malas manos de una efebocracia, que puede llegar a ser gerontocracia a cargo de “ex-jóvenes”.