sábado, 25 de mayo de 2013

SOBRE LA “DOCTRINA BOTÍN” Y UNA POSIBLE IMPUTACIÓN DE LA INFANTA CRISTINA POR DELITO FISCAL


LA ACUSACIÓN PARTICULAR ES IGUAL EN LA LEY, SE TRATE O NO DE
OFENDIDOS POR EL DELITO
 

EN DEFENSA, NUEVAMENTE, DE LA
ACCIÓN POPULAR

Veo que, al menos en un medio digital de notable difusión, se especula sobre favoritismos judiciales en beneficio de los miembros de la Casa Real. Porque dice el periodista, en ese medio, que, en caso de que sólo acusase a la Infanta Cristina de delito fiscal la entidad que está ejercitando la llamada “acción popular” (la que pueden ejercitar en España incluso los no ofendidos o perjudicados por un delito), no procedería llevar a la Infanta a juicio, según la “doctrina Botín”, que actuaría de “salvavidas” de la Infanta (v. http://www.elconfidencial.com/espana/2013/05/25/la-doctrina-botin-salvavidas-de-la-infanta-cristina-para-librarse-del-banquillo-121618/). La pretendida "doctrina Botín" consistiría en que con sólo una acusación particular por delito fiscal, ejercitada por no perjudicados por el delito, no procedería abrir juicio a la Infanta, de modo que si no acusase el Ministerio Fiscal ni la Abogacía del Estado, la Infanta no sería juzgada por el referido delito.

En primer lugar, no se puede afirmar con algún mínimo fundamento la existencia de un concierto o confabulación de jueces para instaurar mecanismos procesales favorables a la Casa Real. La pretendida “doctrina Botín” se produjo hace más de cinco años, cuando la Casa Real no estaba en “tela de juicio”. En segundo lugar, nunca hubo una “doctrina Botín”. Al respecto, relean, por favor, si el tema les interesa, lo que escribí en la “tercera” de ABC el 8 de diciembre de 2007, bajo el título, nada eufemístico, de “EL SUPREMO DEBE RECTIFICAR” (v. http://www.abc.es/hemeroteca/historico-08-12-2007/abc/Opinion/el-tribunal-supremo-debe-rectificar_1641460040449.html) Antes de examinar lo que la Sala Segunda (en la S. 1045/2007, con importantes votos particulares discrepantes) había dicho, con craso error, confirmando una resolución de la Audiencia Nacional, recordaba que una golondrina no hace verano (es decir, una sentencia no hace “doctrina”), amén de que la doctrina jurisprudencial no es fuente del Derecho en general ni del Derecho Procesal Penal en particular. Después, refutaba sin discusión (de hecho, no la hubo), que la ley hiciese distinciones entre la acusación particular ejercida por ofendidos o perjudicados y la ejercida por ciudadanos comunes, en virtud de la acción popular.

No tardó mucho la Sala Segunda en rectificar grandemente -aunque, para mí, insatisfactoriamente- esa mal llamada “doctrina Botín”. En las Sentencias 54/2008, de 8 de abril (caso “Atutxa”) y 8/2010, de 20 de enero (caso “Ibarretxe”), vino a relativizar la exclusión de la acusación particular ejercida por no ofendidos en el sentido de que, tratándose de defender intereses colectivos, basta esa sola acusación para llevar a juicio al imputado. A la argumentación de estas dos sentencias le llaman ahora “doctrina Atutxa”, que, aunque dos golondrinas sí hiciesen verano (que no lo pienso así), tendría tanta fuerza vinculante como la “doctrina Botín”, es decir, ninguna.

Veo que el periodista trae a colación las afirmaciones de varios catedráticos de Derecho Procesal. Me sorprende que algunos de estos distinguidos colegas aparezcan (quizá no se les haya entendido bien) dando por sentado a) que existe una “doctrina Botín”; b) que jurídicamente se podría aplicar al caso de acusación de delito fiscal a la Infanta. Y me sorprende asimismo, aunque un poco menos, que los catedráticos que plantean objeciones a la “doctrina Botín” o a su aplicabilidad, no lleguen a pronunciarse de modo rotundo en contra de la juridicidad del pretendido “salvavidas”. Porque el fondo de la cuestión no es que la “doctrina Atutxa” haya sustituido a la “doctrina Botín”, en vez de constituirse en opción de similar entidad, y ni siquiera se trata de que lo que ha dicho el Tribunal Supremo en las referidas sentencias nos parezca conforme o contrario a Derecho (Constitución incluida). El fondo de la cuestión es disponer de un criterio firme sobre el valor de la jurisprudencia y proporcionarlo a la opinión pública con toda claridad. Ésta es, sin duda, una opinión personal mía, pero, como decía un viejo maestro, “es una opinión personal fundada sobre roca”. En la roca de la Constitución y de nuestro sistema de fuentes del Derecho, se fundamenta que no hay doctrina jurisprudencial vinculante y, por tanto, que el “salvavidas” (entiéndase: un “salvavidas” jurídico) no existe.
 
Otra cosa, en el plano ya de las meras hipótesis fácticas, es lo que pudiera resolver, de hecho, la Audiencia Provincial de Palma y, en su caso, el Tribunal Supremo, si se acusase a la Infanta de delito fiscal y sólo la acusase quien ejercita la acción popular. En el plano de los hechos futuros podría ocurrir cualquier cosa, prevaricación incluida, aunque, en ese plano, me atrevo a excluir la prevaricación y a conjeturar que, conforme a las citadas Sentencias de 2008 y 2010, se abriría juicio oral contra la Infanta, porque un delito fiscal afecta al Estado, sí, pero nos afecta a todos, afecta a intereses generales y la Abogacía del Estado no puede monopolizar la acción de la Justicia. Si, por la comodidad en el juzgar, que diría Carnelutti, se siguiese el criterio actual del Tribunal Supremo (la llamada "doctrina Atutxa"), la Infanta, de ser imputada por delito fiscal, sí iría a juicio.

En todo caso, colateralmente de esta “noticia” sobre “salvavidas” inexistentes, me alegro mucho de que ahora se alcen muchas voces favorables a la intangibilidad de la “acción popular”, que es la multisecular expresión histórica, en España, de la participación popular en la Justicia. Por momentos pensé encontrarme solo (con la compañía, eso sí, de mi querido amigo y egregio penalista Enrique Gimbernat) en la defensa de esa institución, sencillamente envidiable. Relean, siempre si les interesa el tema, lo que publiqué el 25 de mayo de 2011 en otra “tercera” de ABC, titulada “HISTORIA, DEMOCRACIA Y ACCIÓN POPULAR” (http://www.abc.es/20110525/latercera/abcp-historia-democracia-accion-popular-20110525.html). Es de suponer que el renacido e intenso aprecio a esta institución se manifieste contundentemente por mis colegas y otros ante el propósito de limitar la acción popular que aparece en el Borrador de nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal: en ese “borrador” sí se contienen muchos proyectos de “salvavidas” para la clase político-económica.

miércoles, 15 de mayo de 2013

LA ESTULTICIA CON QUE SE PROCURA LA “EXCELENCIA” DEL PROFESORADO UNIVERSITARIO


“ESTANCIAS DE INVESTIGACIÓN”, “ACTIVIDADES DE COORDINACIÓN” Y “TASA DE ÉXITO”.

LA OPRESIÓN DE UNOS “EVALUADORES EDUCATIVOS” QUE NO EDUCAN NI EVALÚAN RACIONALMENTE


Quizás se habrán extrañado los seguidores de este “blog” de mi largo silencio sobre asuntos educativos y, más concretamente, universitarios. Quiero dejar claro ahora que ese silencio no se ha debido ni a desinterés ni a conformismo. Si no he dicho nada aquí de lo que viene ocurriendo en mi esfera profesional y vital —son ya 46 (CUARENTA Y SEIS) los años que llevo en la Universidad, sin interrupción, desde que terminé la carrera de Derecho—, se ha debido a que, para la más elemental protección de mis vísceras estomacales e intestinales y de mi equilibro nervioso, procuro pensar lo menos posible en lo que cada día veo (y soporto, en parte) y en lo que veo que muchos otros, queridos compañeros, a diario se ven obligados a hacer y soportar, más que yo, porque, al fin y al cabo, estoy a pocos años de la jubilación y tengo todos los trienios y quinquenios posibles y casi todos los “sexenios de investigación” que pueden ser reconocidos por las entidades presuntamente evaluadoras (una de ellas, por cierto, la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora, CNEAI, ni siquiera responde a mi última solicitud remitida por correo certificado a causa del constante fallo de sus cacareadas y obligatorias aplicaciones informáticas “on line”: ya no se respetan ni las más elementales normas de la más básica cortesía y consideración: estos “autoridades modernas” son de una prepotencia formal superior con mucho a la de las autoridades franquistas).

Prosigo, tras este inciso de desahogo y mínima denuncia de la grosería burocrática. El caso es que no hay antieméticos que funcionen conmigo si pienso un poco en lo que está ocurriendo en la Universidad y, concretamente, contra el profesorado universitario. No conviene abusar del omeprazol (ni de otros fármacos), pero es que el panorama, si lo contemplo expresamente por más de cinco minutos, me revuelve dolorosísimamente las tripas, que se saturan de corrosiva acidez. Y se me irrita al extremo ese colon irritable, que todos tenemos, en mayor o menor medida. Y, por descontado, no hay tranquilizante, anxiolítico ni antidepresivo capaz de librarme (excluyo sobredosis con efectos indeseables de catatonía) de graves perturbaciones nerviosas, anímicas y psíquicas si  no eludo habitualmente la consideración de lo que me rodea en la Universidad.

Dicho lo anterior como explicación de mi habitual silencio, a veces ocurren cosas que, como suele decirse, hacen hablar al mudo o, en mi caso, me determinan a correr los riesgos que acabo de describir. No es sólo que estomague y encrespe el hecho de que, puestos a evaluar la actividad académica, resulte un factor determinante de valoración adversa no haber participado en una gran cantidad de cursos sobre “innovación educativa”, cuando, además, esos cursos muy poco o nada positivo aportan sobre la enseñanza de muchas materias (p. ej., jurídicas, filosóficas, etc.) si es que no llegan a incluir, como ha ocurrido, consejos terriblemente disparatados, como el de prescindir de los libros (lo que en Derecho y en otros ámbitos, es sencillamente letal y contrario a una experiencia de muchos siglos en todos los países civilizados y cultos del mundo). Tampoco se trata únicamente de soportar sin náuseas que la evaluación positiva de un docente e investigador universitario dependa de haber ocupado u ocupar cargos académicos, cuando ni todos los profesores pueden ocupar cargos ni tienen por qué ocuparlos para ser excelentes profesores: sucede, más bien, que mientras se ocupan bastantes de esos cargos, disminuye el tiempo disponible para investigar y preparar (con preparación próxima y también remota) buenas clases de todo tipo. Pase, no obstante, que se incentive razonablemente el desempeño de trabajos directivos. No es admisible, en cambio, que los incentivos por ese concepto se igualen con otros datos docentes e investigadores. Y resulta ya irracional, si no inicuamente favorecedor del amiguismo entre autoridades académicas, que no haber desempeñado cargos se alce como un obstáculo para la valoración positiva. Por añadidura, este criterio de baremación es discriminatorio en perjuicio de los profesores de Universidades de tamaño grande o mediano, donde hay menos cargos a repartir entre más personas.

Otra importante majadería es la de sobrevalorar las llamadas “estancias de investigación” y la de no puntuar como “estancias de investigación” las que no superen el mes, se trate de académicos dedicados al Derecho Mercantil, microbiólogos o botánicos. Con el desarrollo de las comunicaciones, salir al extranjero —que es siempre entre “interesante” y “muy interesante” salvo para gente incapaz de observar y aprender— no puede ser prácticamente obligatorio para cualquier progreso en toda carrera académica universitaria. Por su parte, la duración superior a un mes, como criterio fijo y general, carece de todo sentido. Habría que tener en cuenta siempre el objeto de la investigación, el conocimiento del idioma extranjero cuando sea distinto del propio y otros factores: así, un mes puede ser poco o demasiado. Muchas veces, una semana es más que suficiente como tiempo para lo que requiere de verdad la investigación de que se trate y en otras ocasiones, un mes ni siquiera puede servir para introducirse en el asunto en cuestión. Además, no es raro que los profesores de Derecho y de otras materias puedan, al acudir a Universidades distintas de la suya, disponer de bibliotecas y otros recursos, de cantidad menor y calidad inferior a los materiales que tienen a mano en su Universidad. En estos y otros parecidos casos, la “estancia de investigación” es simple turismo universitario. Se me ocurre, por último, que, tanto cuando los recursos económicos eran razonables, como en estos tiempos de “austeridad”, el factor de las “estancias de investigación” resulta discriminatorio por motivos económicos y desprecia enteramente la atención que merecen diversas circunstancias personales (sobre todo, las familiares y las de salud: es real y no aislado el caso de un esforzado y meritorio profesor, sometido a constantes diálisis, que durante varios lustros no ha podido ni pensar en alejarse algunos kilómetros de su lugar de residencia y trabajo).

Con ser todo lo anterior inaceptable y difícil de sobrellevar, recientemente he visto algo aún peor, que no es que resulte poco inteligente o racional, sino ya del todo idiota. He visto cómo excelentes profesores, muy positivamente valorados por los alumnos en encuestas serias sobre su calidad docente (siempre, claro es, a la búsqueda de la cacareada “excelencia”), han recibido objeciones relevantes por falta de “participación en actividades de coordinación”. El concepto mismo de este supuesto mérito ya resulta chusco o más bien grotesco. La calidad de la enseñanza nada tiene que ver con participar mucho, poco o casi nada (algo de coordinación es forzoso que exista) en “actividades de coordinación”. Si lo que hace el profesor para que sus alumnos aprendan es adecuado al programa, si la puntualidad y el cumplimiento de los deberes resulta impecable (y así se reconoce), si los mismos destinatarios de los esfuerzos del profesor valoran muy positivamente esos esfuerzos, ¿qué importa participar más o menos en “actividades de coordinación”, siendo de difícil entendimiento, para empezar, cuáles pueden ser esas “actividades” y de qué “coordinación” se está hablando? Pues, lector, no ya por entidades externas a la Universidad, sino desde dentro de ella se castiga, de hecho, a excelentes profesores por ausencia o poca entidad de ese pretendido “mérito”. ¿No les parece, lectores, que tal castigo es, como les adelantaba, algo que hace hablar al mudo?

Pero aún falta lo peor, la apoteosis del absurdo, la claudicación plena de cualquier idea decente de la Universidad y de toda otra empresa educativa. Me refiero a la bonificación del profesorado por una alta “tasa de éxito” y a su penalización por una “tasa de éxito” menos alta o baja, que sería fracaso. Dicho en román paladino: cuantos más o menos alumnos aprueben, más o menos “tasa de éxito”. Así que ya lo saben: del “fracaso escolar” (el de los escolares, hay que suponer) se ha pasado a hacer relevante el éxito del profesor, que no lo miden los alumnos con sus encuestas, con su consideración de sus profesores, con las pequeñas distinciones que pueden otorgar a quienes han apreciado más, como es el caso de la designación como “padrinos” de una promoción para esos llamados “actos de graduación” (con orla incluida) que se están imponiendo por doquier. No: el éxito del profesor es medido según el número de alumnos matriculados (no necesariamente reales y, muchas veces, con poco que ver con los reales) que aprueban en las diversas convocatorias e incluso el número de alumnos matriculados que se presentan a examinarse. “Suspensos” y “no presentados” son el térmómetro exacto del “éxito” y de la “excelencia” del profesor para los evaluadores de la calidad de la enseñanza. Y esa “tasa de éxito” o de fracaso es relevante para la promoción de los profesores.

La benignidad en las notas, incluso si llega a ser una benignidad maligna, por perniciosa para la sociedad, es la clave del “éxito” y de la “excelencia” del profesor. ¿Es Vd. lo que siempre se ha llamado un “coladero”? Pues, ¡Vd. sí que sabe lo que es pedagógicamente correcto! ¡Vd. sí que sabe manejarse en la modernidad! ¡Vd. sí que sabe, a secas: sabe lo que le conviene! No importa que los alumnos reales, los que fueron encuestados minuciosamente sobre la enseñanza de un profesor, incluidos los que no han aprobado, los que han sido suspendidos, califiquen a ese profesor con las más positivas apreciaciones. Si el profesor suspende a algunos o a bastantes, su “tasa de éxito” es mala, su puntuación mengua y yerra en el camino oficial hacia la “excelencia”… oficial.

Por supuesto, a la Oficina para la Excelencia Docente (llámese como se llame) le da lo mismo, en cuanto a los alumnos matriculados que ni siquiera se presentan a examen, si se trata de una asignatura impartida al comienzo de la carrera (boloñesa o no) o si es asignatura de las que se cursan al final, lo que en algunas carreras (Derecho, por ejemplo) puede explicar y explica un número de matrículados especialmente alto y una gran desproporción entre éstos y los que realmente acuden a la Facultad o Escuela y se examinan. Hay personas que están procurando, muy legítimamente con frecuencia, culminar una carrera universitaria mientras trabajan y su ritmo de avance es más lento, sin que se les pueda dirigir reproche alguno: al contrario, las autoridades que constituyen y amparan la Oficina para la Excelencia deberían agradecerles que pague las tasas.

Con estos planificadores y evaluadores, que idean y aplican parámetros disparatados, ¿cómo es que quienes los permiten y los apoyan se atreven luego a hacer propaganda de pifias tremendas cometidas por titulados universitarios en las oposiciones? ¿No habrá alguien con simple sentido común, por raro que éste sea, que ponga fin a tantos dislates? ¿No habrá quien liquide la opresión de la estulticia? Espero que sí, porque como tenga que volver a escribir al respecto, con lo que me cuesta, es seguro que a los genios de la evaluación opresora les escocerá más que hoy.