(DOS AMIGOS QUE DISCREPAN)
Imagino a los lectores de este blog cansados del "caso Haidar". Yo también lo estoy, aunque aquí no estemos siguiendo las peripecias políticas, sino ocupándonos de cuestiones de suma importancia. Con todo, prometo que, salvo grandes novedades, pasaré enseguida a otros temas. Hoy, por lo que de inmediato diré, comprenderán que tengo que insistir.
Mi querido compañero, eximio penalista y gran amigo, Enrique Gimbernat, Catedrático de la Complutense hasta hace pocos meses y hoy ejemplo de Profesor genuinamente emérito, publica en el periódico EL MUNDO, del día 15 de diciembre de 2009, un segundo artículo sobre el “caso Haidar”. Insiste Gimbernat en su rotunda posición, ya expuesta en el mismo periódico, según la cual salvar la vida a Aminatu Haidar, contra su voluntad, no sólo no sería lícito, sino que constituiría un delito “contra la libertad”. Si el asunto les sigue interesando -y, en principio, supongo que sí, porque se trata de un tema básico- lean, por favor, el texto de Gimbernat en este enlace:
http://www.elmundo.es/opinion/tribuna-libre/2009/12/21531902.html
Me parece que Gimbernat no se refiere al breve artículo mío publicado por ABC el pasado día 11 de diciembre. Porque yo no soy el Vicepresidente del actual CGPJ y mucho menos, si cabe, el “Gobierno de España” (quienquiera que lo personifique) y ésos son los sujetos pasivos expresos de la discrepancia de Gimbernat y de su reafirmación en lo que ya había opinado. Además, en absoluto he recurrido al “estado de necesidad” como justificación de un delito contra la libertad, que, según Gimbernat, se cometería contra Aminatu Haidar. Ocurre, no obstante, que Gimbernat y yo no pensamos igual sobre la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, “básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica” y discrepamos rotundamente en la conclusión sobre el “caso Haidar”. Él considera delictivo y punible no respetar la voluntad libre de Aminatu Haidar (y de cualquier otra persona en situación jurídicamente pareja) y yo no veo delito alguno en salvar la vida de esa persona o de cualquier otra en similar situación. Más aún, pienso que esa vida debe ser salvada.
Así las cosas, podría callarme. Y eso es lo habitual en estos tiempos: ahora y desde hace ya bastante no hay polémicas, sino que cada cual defiende su posición, con frecuencia toma nota del discrepante para ponerlo en una lista negra de enemigos o adversarios o, en algunos casos, considera el desacuerdo como ataque personal y, en vez de callar y pensar, utiliza la cabeza para embestir o arremeter en una diatriba sin altura intelectual, sin cortesía ni elegancia y, por supuesto, sin considerar los argumentos del otro. Pero, entre otros rasgos comunes, Gimbernat y yo compartimos un estilo universitario e intelectual que nos permite poder discrepar abiertamente con argumentos, sin que eso suponga, no ya enfrentamiento personal, sino el más mínimo menoscabo de nuestra muy añeja amistad.
Por tanto, como el asunto es muy serio e importante, son varias las razones de peso para explicar mejor mi posición y por qué no me convence lo que Enrique Gimbernat sostiene. A partir de aquí, lo que escribo da por sentado que mis lectores han leído antes al maestro penalista. Y voy a procurar no alargarme en exceso.
En primer lugar y dada la fuerza de los ejemplos, afirmo que no tengo objeciones sustanciales que formular a casi todos los que Gimbernat propone: arrojar propiedades ajenas que lastran la avioneta (propiedad de unos frente vs. vida de otros), pagar a ETA el rescate por un secuestrado (ayudar a banda armada vs. libertad y vida), trasplante de riñón forzoso mediante asalto inesperado y secuestro del mismo Gimbernat (integridad física y libertad vs. vida del trasplantado) e incluso aborto contra la voluntad de la madre (vida del nasciturus vs. vida de la madre). Pero estos ejemplos no me parecen ilustrativos de la cuestión latente en el “caso Haidar”. Porque en la situación de Haidar no veo bienes jurídicos de unos frente a bienes jurídicos de otros ni derechos de un sujeto frente a posibles o seguras lesiones del interés social o público. En el “caso Haidar” se suscita un interrogante que sólo concierne a bienes jurídicos de la misma Haidar. Diríase, si bien se mira (y, desde luego, mirar he mirado mucho, aunque quizá no haya visto todo), que lo único que se ventila es si la libertad de Haidar de provocar su muerte merece un respeto absoluto. Obviamente, yo entiendo que no. Y me parece, honradamente, que no estoy solo al sostener ese criterio, como después se verá.
Un único ejemplo de los propuestos por Gimbernat se refiere a los bienes jurídicos de un mismo sujeto: el del paciente con un melanoma en estado precoz, que, pese a altísimas probabilidades de curación si consiente la cirugía, se niega a ser operado. Aquí Gimbernat invoca la Ley 41/2002 y hay que volver sobre esa Ley, que Gimbernat denomina, abreviadamente (no digo que sin razón, pero sin que el texto de la Ley le apoye, porque trata de muchos otros temas), “Ley de Autonomía del Paciente”.
Mi posición al respecto es clara: Cuando inicia su huelga de hambre, Aminatu Haidar no era ni “paciente” ni “usuaria” en el sentido de esa Ley y conforme a las expresas definiciones que la misma ley ofrece. Y, ahora que ha ingresado voluntariamente a causa de dolores estomacales, es "paciente" respecto de esa dolencia, pero no en cuanto a la huelga de hambre, que sigue manteniendo. Pero no son sólo las definiciones el elemento determinante de mi posición. A ellas se añade, como dije y reitero, que esa Ley no trata de la vida y de la muerte, sino de la enfermedad y de la salud. Haidar, cuando inicia la huelga de hambre, no es alguien que, pensando no gozar de buena salud, se ha dirigido a un centro sanitario, público o privado. Ahora mismo, Haidar se ha puesto en manos de los médicos para conocer por qué siente esos dolores y qué podría la Medicina hacer por ella. Pero, en cuanto a la huelga de hambre, Haidar sigue sin ser una paciente que, ante la información que se le suministra sobre su estado, puede rehusar el tratamiento que médicamente se le aconseja como preferible o rehusar todo tratamiento. Haidar era y sigue siendo una persona que ha decidido suicidarse, bajo condición, pero suicidarse. No es, para lo que aquí nos importa, una enferma ante uno o varios tratamientos posibles, sino una persona que ha resuelto quitarse la vida. Y la Ley 41/2002 está dirigida a regular lo que se les debe a los enfermos en los centros sanitarios, en relación con su salud. No veo razonable que esa Ley se extrapole y se aplique a los suicidas.
A mi entender,Gimbernat absolutiza la “autonomía del paciente”. Así, la negativa a recibir un tratamiento o a someterse a una operación, que se reconoce por esa “autonomía” (o libertad) a los “pacientes” y a los “usuarios” del sistema de salud (que son personas que se han reconocido enfermos y han entrado en ese sistema) la transforma Gimbernat en un poder absoluto, de toda persona, incluso sana, sobre su propia vida. Un poder absoluto, digo, porque, por un lado, carecería de todo límite y, por otro, no podría ser en ningún caso contrariado sin que el responsable incurriese en un delito y, concretamente, en un delito contra la libertad. Que personalmente no vea yo clara semejante extrapolación, porque no la considero conforme a la finalidad y al ámbito de la ley, tal como ella misma los declara, no me parece fruto de un capricho o de una inclinación ideológica o ética que me influya. El poder absoluto de toda persona sobre su propia vida sería cabalmente el “derecho a la propia muerte”, un derecho cuya existencia ha negado el Tribunal Constitucional (TC).
Tengo serias dudas de que la Ley 41/2002 haya sido certera, precisa y completa en los pocos preceptos que dedica al “consentimiento informado” de los pacientes como requisito de tratamientos sanitarios. Pero mi posición no se funda en una crítica a la Ley, que sería perfectamente legítima, sino en la necesidad de interpretar certeramente esa Ley y de situarla en concordancia y armonía con el resto del ordenamiento jurídico, Constitución incluida. Si, conforme a la Constitución, la libertad personal no permite la construcción de un “derecho a la propia muerte” es, sin duda, porque esa libertad (y su concreción en la “autonomía del paciente” que se reconoce a los pacientes y usuarios del sistema sanitario) no es absoluta. Ni la libertad digna de protección y respeto alcanza a cualquier conducta voluntaria de la persona libre ni la “autonomía” personal (o capacidad de darse a sí mismo normas) es de tal intensidad o de tal fuerza que neutralice los deberes que las normas del Derecho objetivo imponen a unas personas respecto de otras. Con otros términos: uno no puede hacer cualquier cosa que libremente decida con la razonable seguridad de que los demás han de respetar siempre su decisión ni con la seguridad de que su voluntad libre exonera a los demás de sus deberes.
Hay algo que apuntala, pienso, mi posición sobre la dimensión constitucional del asunto: en el caso de la STC 154/2002, de 18 de julio, el Tribunal afirma que las dos decisiones judiciales autorizando a los médicos a realizar una transfusión de sangre contra la voluntad del menor gravemente enfermo (y luego fallecido) y de sus padres, todos ellos Testigos de Jehová, no merecen el menor reproche constitucional. ¿Cómo podría ser así, si la transfusión, no voluntariamente admitida, fuese reprochable penalmente, por contraria a la libertad?
En nuestro Código Penal, no aparecen más “delitos contra la libertad” (Título VII del Libro II) que “las detenciones ilegales y secuestros” (Capítulo I, arts. 163-168), “las amenazas” (Capítulo II, arts. 169-171) y las “coacciones” (Capítulo III, art. 172). Obviamente, el “delito contra la libertad” a que se refiere Gimbernat sería el de coacciones, del art. 172. 1 CP, que dice así:
“1. El que, sin estar legítimamente autorizado, impidiere a otro con violencia hacer lo que la ley no prohíbe, o le compeliere a efectuar lo que no quiere, sea justo o injusto, será castigado con la pena de prisión de seis meses a tres años o con multa de 12 a 24 meses, según la gravedad de la coacción o de los medios empleados.”
“Cuando la coacción ejercida tuviera como objeto impedir el ejercicio de un derecho fundamental se le impondrán las penas en su mitad superior, salvo que el hecho tuviera señalada mayor pena en otro precepto de este Código.”
A la vista de este precepto legal, a mí también se me ocurre un ejemplo: paseando por Madrid, advierto que alguien se dispone a tirarse al vacío desde el Viaducto. Se lo impido físicamente, mientras trato de disuadir al inminente suicida. Éste persiste en su propósito, pero yo se lo impido. Dice Gimbernat que alimentar forzosamente a Haidar sería un delito contra la libertad y supongo que, en concreto, un delito de coacciones. Entonces, sería también un delito de coacciones impedir al suicida, inmovilizándole contra su voluntad, arrojarse al vacío. Yo no pienso que haya delito, sino lo contrario. Al que se quiere tirar desde el Viaducto no le compelo a efectuar lo que no quiere, pero sin duda le impido hacer lo que quiere. Ahora bien, ¿le impido hacer algo que no quiere y que, además, “la ley no prohibe”? Esto último ya no me parece que sea rotundamente afirmable, porque, aunque no sé de ningún precepto legal concreto que expresamente prohiba el suicidio, es razonable, según nuestro ordenamiento jurídico, considerar el suicidio como un comportamiento jurídicamente ilícito. Mas, sobre todo, y mucho más importante que la anterior es esta otra consideración: que aplicar ese tipo penal al que impide que alguien se suicide suponer negar que estemos “legítimamente autorizados” para impedir que alguien se quite la vida. No lo veo así, sino todo lo contrario. Si la libertad personal no llega a constituir un “derecho a la propia muerte” y si la vida de una persona es -que lo es- un bien jurídico constitucionalmente digno de protección, porque es el supuesto ontológico de todos los demás derechos y si el suicida no es ningún “paciente” o “usuario” de hospitales y clínicas, ¿no estamos todos legitimados (o "legítimamente autorizados") para impedir la muerte del que quiere suicidarse? A mí me parece que sí. ¿O se dirá que "legítimamente autorizados" remite estrictamente a la figura administrativa de la autorización? Con esa forma de leer las normas jurídicas, que en absoluto atribuyo al maestro Gimbernat, se incurriría en una estrechez de miras tal que la decisión de cualquier jefe administrativo acabaría siendo más relevante que las normas constitucionales de eficacia directa.
Desde luego, si alguna vez se aplicase el art. 172.1 CP y se condenase por coacciones al que impide que una persona se tire por el Viaducto, me permitiría considerarlo una aberración jurídica. Y si Enrique Gimbernat no pensase lo mismo, en nada disminuiría mi consideración y mi afecto, que son máximos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario