“SÍ, POR MI PROPIA SEGURIDAD, YO OTORGO AL DIABLO EL AMPARO DE LA LEY”
El 9 de noviembre de 1986 publiqué en el periódico “ABC” un artículo titulado EL DIABLO Y LA LEY. Como el tema –la ley y el Derecho como amparo de los derechos y libertades de todos- es de perenne interés, es decir, de interés que nunca decae y que incluso se intensifica en ciertos momentos, me parece oportuno reproducir sin más aquel texto. Quedará claro, de este modo, que lo que pienso sobre ese punto capital no es una elaboración ocasional de mi magín, sino algo muy clásico y, como convicción personal, muy añejo. Sin duda, todo lector de este “blog” sabrá proyectar su contenido sobre acontecimientos de estos días. Yo pienso, p. ej., en el desprecio a la legalidad a que me referí a propósito de una propuesta española de euroorden de protección en mi “post” del domingo 13 de junio de 2010, titulado “Vacas y mujeres: su estatuto jurídico en la Unión Europea” y pienso también en anteriores y posteriores comportamientos de policía y Ministerio Fiscal (en especial, la llamada Fiscalía anticorrupción que se deslegitima y se corrompe, insisto, cuando algunos de sus miembros infringen la ley).
Seguidamente reproduzco el artículo EL DIABLO Y LA LEY tal cual, en negrita, sin comentario. Sólo señalaré que lo que decía –y reafirmo- de la violencia y el asesinato vale, claro está, para los cohechos, la malversación y otros delitos.
He recordado en estos días, tristes días para el Derecho y la libertad, un diálogo que se produce casi en el arranque de la excelente obra teatral de Robert Bolt, “A man for all seasons”, base del guión de la película posterior “Un hombre para la eternidad” [que ganó 6 Oscars, entre ellos el de mejor película, mejor director (Fred Zinnemann), mejor actor principal (Paul Scofield) y mejor guión, al mismo Robert Bolt]. Está Tomás Moro, ya Canciller (y, sin embargo, siempre jurista), con su mujer, Alicia; su hija, Margarita y su vehemente yerno, Roper. Acaba de marcharse de vacío el viscoso Rich, un trepador, que, al no recibir de Moro la prebenda esperada, amenaza con alinearse junto a los enemigos mortales del canciller. Roper y Alicia claman por el arresto inmediato de Rich:
“Roper: Arrestadlo.— Alicia: ¡Sí!— Moro: ¿Por qué?.— Alicia: ¡Porque es peligroso!— Roper: Por calumnia; es un espía.— Alicia: ¡Lo es! ¡Arréstalo!.— Margarita: Padre, ese hombre es malo.— Moro: Eso no es bastante ante la ley.— Roper: ¡Sí lo es para la ley de Dios!.— Moro: Dios entonces puede detenerlo.— Roper: ¡Sofisma sobre sofisma!.— Moro: Al contrario, la sencillez suma: la ley. Yo entiendo de la ley, no de lo que nos parece bueno o malo. Y me atengo a la ley.— Roper: ¿Es que ponéis la ley del hombre sobre la ley de Dios?.— Moro: No, muy por debajo. Pero deja que te llame la atención sobre un hecho: yo no soy Dios. Tú quizá encuentres fácil navegar entre las olas del bien y del mal; yo no puedo, no soy práctico. Pero en el bosque espeso de la ley, ¡qué bien sé hallar mi camino! Dudo que haya quien me pueda seguir dentro de él, gracias a Dios… (Esto lo dice para sí).— Alicia (exasperada, señalando por donde se marchó Rich): Mientras que hablas, se escapó.— Moro: El propio diablo puede escaparse mientras que no quebrante la ley.— Roper: ¿De modo que, según vos, el propio diablo debe gozar del amparo del Derecho?.— Moro: Sí, ¿Qué harías tú? ¿Abrir atajos en la selva de la ley para prender más pronto al diablo?— Roper: Yo podaría a Inglaterra de todas sus leyes con tal de echar mano al diablo.— Moro (interesado y excitado): ¿Ah sí? (Avanza hacia Roper). Y cuando hubieses cortado la última ley, y el diablo se revolviese contra ti, ¿dónde te esconderías de él? (Se aparta). Este país ha plantado un bosque espeso de leyes que lo cubre de costa a costa, leyes humanas, no divinas. Pero si las talas, y tú serías capaz, ¿te imaginas que ibas en resistir en pie los vendavales que entonces lo asolarían? (Tranquilo). Sí, por mi propia seguridad, yo otorga al diablo el amparo de la ley”
“No puede ser —oímos decir con frecuencia— que los malos se aprovechen de la ley, no sólo para librarse del castigo, sino incluso para arreciar en sus maldades.” Es verdad lo segundo: eso es el fraude de ley o la ley desacertada, que urge reformar. Pero la primera es una proposición errónea: los “malos” sí pueden acogerse a la ley. Del mismo modo que sólo la defensa de la libertad ajena legitima defender la propia, únicamente el amparo del Derecho para todos es garantía de que el Derecho me proteja a mí. El riesgo de proteger al diablo es mi seguridad de que el diablo no me venza y, antes aún, de que no me califiquen y me persigan como diablo o como “malo”. “Sí —hemos de decir con Moro—, por nuestra propia seguridad, otorgamos al diablo el amparo de la ley.”
Por lo demás, ante la ley, ante el Derecho, no hay, en rigor, ni buenos ni malos ni ángeles ni demonios. ¿No es acaso bueno el guardián y malo el asesino? El guardián, ciertamente, es bueno. El asesino, en verdad, es malo. Podríamos decir que el diablo es la ETA y el GRAPO y cualquier terrorista violento. Y diablo será también el atracador, el violador, el traficante de droga, el torturador y el delincuente de guante blanco. Todos ésos, empero, son diablos-tipo, malos-tipo, no malos ni diablos concretos, con nombres y apellidos; ni malos o diablos en todo y para siempre. En cierto modo, todos somos, o podemos serlo, buenos y malos, según los tiempos y los lugares. ¿Quién se atreverá a juzgar sobre bondad y maldad sub specie aeternitatis?: ningún juez de aquí abajo, ningún gobernante de un terráqueo Gobierno legítimo. Sólo el déspota, el dictador, el tirano.
Aquí abajo, como el Tomás Moro imaginado por Bolt, hay que atenerse a la ley, al Derecho. Y el Derecho —lo insinuábamos antes— no se ocupa del ser bueno o malo, sino del comportarse bien o mal, encomendando al juez los juicios sobre comportamientos. El juez no se guiará por lo que le parece bueno o malo. Ha de ser la ley —el Derecho— la medida objetiva para ese juicio sobre la “maldad” y lo “diabólico” de las conductas, de los comportamientos.
Lo más elemental para no caer en el imperio de la fuerza es que no haya gentes con poder –Ejército, Policía, medios de comunicación, instrumentos económicos coactivos, etcétera- a las que se permita erigirse eficaz e impunemente en definidores –y definidores arbitrarios- de la bondad o maldad de cualquiera (…), acusando, juzgando y sancionando ellos mismos. Lo más elemental de nuestra convivencia reclama que no haya tendenciosas e interesadas descalificaciones de ciertas personas como “malos” o “diablos” y que la calificación de bondad o maldad de las conductas no se produzca sin un severos juicio por hombres imparciales, con justas oportunidades de defensa ante la demanda de condena.”
De cuando en cuando, vemos que se persigue o se castiga a alguien de forma ilegal, que se “justifica” por la “maldad” de esa persona, por la necesaria “eficacia” de la persecución y el castigo y por la pretendida excepcionalidad del caso. La conformidad individual con ese esquema de actuación es mortífera para el buen sentido personal. La conformidad colectiva, letal para una sociedad civil libre. Cuando se consiente una sola vez responder o reprimir al “mal” con “eficacia” antijurídica o ajurídica —contraria o marginal respecto al Derecho—, además de arriesgarse a tomar por “malo” a quien quizá no merece esa calificación, se está justificando la respuesta arbitraria, no regulada por una medida objetiva —la ley, el Derecho— y se realiza un acto propio tremendo: se admite —quiérase o no, se admite— cualquier arbitrariedad posterior de la que uno mismo sea la víctima.
Es ésta una cuestión de principios que no pueden claudicar, de regla sin excepción. O la arbitrariedad —con su alto riesgo de exceso, de irracionalidad, de injusticia material— o el Derecho. Si admitimos, proponemos o fomentamos que se tale el bosque del Derecho para atrapar al diablo, ¿en qué bosque nos refugiaremos cuando él nos persiga? Si se consiente una sola vez que el gobernante desobedezca, cuando debe obedecer, se viene a admitir que el gobernante, en otra ocasión, haga caso omiso de la decisión judicial que uno ha pedido y que constituye su tutela. Si toleramos, siquiera sea con el silencio, que se fulminen juicios de maldad por quien no debe y de un modo indebido y que se proceda contra los fulminados sin levantar mano, todo ello en aras de la “eficacia”, ¿con qué legitimidad podremos oponernos a que un mal día seamos nosotros los caprichosamente tachados de diablos o malvados y perseguidos como tales con esa misma “eficacia”?
“Mientras hablas, se escapó”, dice Alicia, desesperada. Mientras tratamos de “teorías”, dirán muchas Alicias, los criminales matan y siguen matando. Lo que urge, nos dirán, es prevenir e impedir o, al menos, castigar los asesinatos y demás fechorías. Es muy razonable y justa esa urgencia. Mas, precisamente porque lo que urge es algo tan decisivo como delicado, el apremio no debe traducirse en intemperancia despótica o en imprudencia temeraria. Esa urgencia no se atiende de veras prescindiendo o contrariando el Derecho, sino extremando el respeto a la ley y el sometimiento al Derecho. Someternos a la ley, acomodarnos sin excepciones al Derecho –mejorándolo cuando sea necesario- es la mejor garantía frente a la tentación –nuestra o de otros- de tratar con dureza y arbitrariedad al adversario. Es la seguridad de que de no igualarnos por completo con el violento. Porque se trata de no caer en esa igualdad, que sólo la fuerza bruta resuelve. Claro está que, frente al crimen, no tenemos armas iguales. Pero la aparente inferioridad del Derecho es la superioridad de la civilización. Y es también la imprescindible legitimidad para cualquier defensa contundente.
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