jueves, 9 de septiembre de 2010

LA IDENTIDAD “ANTI”: ALGO TRISTE Y POBRE


ODIOS Y OBSESIONES: A PROPÓSITO DE RATZINGER-NEWMAN Y DE STEPHEN HAWKING

Estos días han sido y están siendo abundantes en espectáculos de intemperancia y sectarismo, por un lado y de afición a meterse en charcos, por otro. O de mezcla de las dos cosas. A mí me parece muy lamentable y triste, aunque comprensible, que haya posturas “anti”, es decir, caracterizadas sustancialmente, no por lo que se defiende, sino por lo que se ataca. Lo que uno defiende, aquello en lo que uno cree, lo que uno sabe (o piensa que sabe) o lo que uno opina puede, en buena lógica, no permitirle defender, creer, pensar u opinar lo contrario o lo simplemente diverso pero incompatible. Pero, si se es o se desea ser partidario de la libertad, no parece razonable negar el pan y la sal a las personas con posturas, creencias, convicciones u opiniones que uno no comparte y que no son compatibles o acordes con las propias.

La creencia, la convicción, el criterio o el conocimiento (cierto) personales pueden, sin duda, reclamar la crítica y la oposición a otras convicciones y opiniones. Así, quien esté convencido de la igual dignidad de los seres humanos, se verá coherentemente impelido a rechazar desigualdades injustificadas y opuestas a la dignidad humana. El partidario de la libertad se opondrá a la esclavitud, al despotismo y a la tiranía. Y lo hará, en algunos casos, de manera persistente, con abierta discrepancia hacia los dichos y hechos de personas determinadas. Pero, por una parte, esa oposición, incluso acerva y radical, no es igual a negar el pan y la sal a esas personas y, por otro lado, la opinión y la acción de oposición tienen, en esos casos, fundamento y causa en algo positivo, un elemento que enriquece nuestro interior y fortalece cualquier decisión y cualquier comportamiento. Casi evidente me resulta que no es lo mismo valorar y respetar la dignidad de las mujeres en cuanto tales y, por ello, oponerse al machismo, que ser y “ejercer” de antimachista sin más, de antimachista per se, como si dijéramos. Lo que aquí me interesa y sobre lo que ahora quiero llamar la atención es el fenómeno humano, viejísimo, de regirse única o predominantemente por la oposición, por la negación y por el ataque a algo o a alguien, o por las dos cosas.

Tengo un buen amigo y compañero, que es “colchonero” (para los no españoles: “colchoneros” son los “fans” futbolísticos del Atlético de Madrid) y odia al Real Madrid (“como todo colchonero”, dirán muchos: no tengo datos que sustenten esa afirmación, pero da igual). Francamente, no entiendo ese “odio” de mi amigo: no lo veo necesario para su más intensa, constante y perdurable adhesión al Atlético de Madrid. Y, de vez en cuando, como sé que a mi amigo le preocupa la salvación de su alma, le amonesto con la perspectiva de que pueda condenarse por odiar al Real Madrid. Me responde que no es pecado odiar a personas jurídicas. Le replico que lo malo es odiar. Y así andamos, él sin rectificar y yo sin entrar en mayores profundidades. Porque, muy probablemente, el “odio” de mi colega “colchonero” no sea más que un rito humorístico.

En cambio, hay cientos de miles o millones de casos de genuinos y persistentes odiadores, de personas “anti”. Es comprensible, p. ej., que existan en el Reino Unido de la Gran Bretaña anglicanos o luteranos con prejuicios anti-Roma, que carecen de la menor simpatía hacia el Papa. Sin duda, ellos pensarán que son anti-papistas, con lo que dispondrían de una tarjeta de identidad británica añeja y respetable. Pero, desde hace más de medio siglo al menos, esa identidad es tan añeja como anacrónica, porque hace más de medio siglo que dejó de haber papistas, de manera que considerarse hoy anti-papista vendría a equivaler a tenerse por sajón anti-normando. Me parece que ya no hay más papistas que “los-más-papistas-que-el-papa” y no merecen especial movilización: en ningún caso, desde luego, una movilización con categoría identitaria. Sin embargo, ahí tenemos, ante la próxima visita del Papa Ratzinger, un revuelo frentista “anti” o, al menos, lo que parece ser tal cosa, por su simplismo virulento, es decir, por una ausencia de argumentos pareja a la violencia verbal y a la mendacidad de la propaganda anti-Ratzinger.

Paradójicamente, Benedicto XVI, el Papa Ratzinger, acude al Reino Unido a beatificar a John Henry Newman (1801-1890), durante muchos años adalid de la Iglesia de Inglaterra, de la que fue sacerdote fervoroso y fidelísimo durante 21 años, hasta su conversión al catolicismo en 1845. Por lo que he leído de sus obras, que no ha sido poco, me parece difícil, no ya encontrar, sino ni siquiera imaginar a alguien que haya sido o pudiera ser, a la vez, más inglés y más renuente que Newman hacia la Iglesia de Roma (léase al respecto la Apologia pro vita sua o Historia de mis ideas religiosas), aunque Newman fuese también extremadamente tenaz, casi tozudo o terco, en la búsqueda de la verdad. Veo incomprensible para un inglés razonable e ilustrado no reconocer, al margen de creencias religiosas, la talla intelectual y personal de Newman. Y no veo que una específica realidad de la Iglesia Católica (la beatificación de Newman) pueda impulsar a un inglés razonable e ilustrado a movilizarse anti-Ratzinger con modales estilo Oliver Cromwell: si ese ingles es católico, respetará la beatificación por su unión a la fe y al culto católicos. Si no es católico, sería lógico que una beatificación le importase un bledo, más o menos como lo que pudiesen hacer los lamas de un monasterio tibetano. Eventuales atascos de tráfico por la visita del Papa, que afectasen al británico del ejemplo, no se diferenciarían de los causados por otros eventos muy dispares. En todo caso, no sé de ningún Papa que, en nuestros tiempos, haya sugerido ruidosas protestas callejeras ante decisiones de la Iglesia de Inglaterra, excesos en la afición al cricket o cosas semejantes.

Por lo demás, no deja de ser curioso que esta mini-cruzada anti-Papa se organice a cuenta de Newman, clarividente defensor del papel de la Conciencia. En su Carta al Duque de Norfolk (de 27 de diciembre de 1874) podemos leer estos párrafos:

"Si algún Papa hablara en contra de la Conciencia, en el sentido auténtico de la palabra, estaría cometiendo un acto suicida. Ese Papa estaría cortándose la hierba de debajo de los pies. Su auténtica misión es proclamar la Ley moral y proteger y fortalecer esa 'Luz que iluminó a todo hombre que vino al mundo', según dice la Escritura. La autoridad teórica del Papa, lo mismo que su poder en la práctica, se fundamentan en la Ley de Conciencia y en su sacralidad. (...) El Papa recibe del Legislador Divino su función, que le autoriza a formular, conservar y hacer cumplir las verdades que ese Legislador Divino ha sembrado en nuestra misma naturaleza; y ésta es la única explicación de su vida, más que larga, antiquísima. Su raison d'être es el ser el campeón de la Ley Moral y de la Conciencia."

Y poco más adelante aparece esta frase muy famosa, casi provocadora : "Caso de verme obligado a hablar de religión en un brindis de sobremesa —desde luego, no parece cosa muy probable— beberé '¡Por el Papa!' con mucho gusto. Pero primero "¡Por la conciencia!', después '¡Por el Papa!’”. Aunque Newman no agota ni termina el tema de la Conciencia con esta exclamación, probablemente no es una frase que agrade a los únicos papistas subsistentes, que son, como ya he dicho, “los-más-papistas-que-el Papa”.

Sería comprensible una consciente frialdad de cierta porción del establishment británico ante la próxima visita del Papa Ratzinger para beatificar a Newman. La Iglesia de Roma y la persona y trayectoria de Newman pueden resultar recordatorios incómodos para una parte del “establecimiento”, para su historia y su realidad presente. Pero de ahí a la iracunda reacción pública de la campaña anti-Ratzinger media un abismo intelectual y moral. Llamativa es la belicosa postura actual “anti” de “The Times”, porque en su obituario de Newman, este periódico afirmó in illo tempore: “Con independencia de que Roma lo canonice o no, [Newman] será canonizado en las mentes de la gente piadosa de muchos credos de Inglaterra”.


Otro caso, relacionado con el anterior, es el del anuncio de un nuevo libro de Stephen Hawking y Leonard Mlodinow (éste tipográficamente degradado), titulado The Grand Design. El lanzamiento del libro, propiciado precisamente por “The Times”, ha presentado el libro como una especie de demostración, mediante la física, de la inexistencia de Dios. En realidad, este nuevo libro, cuyo anuncio se ha producido (¿casualmente? ¿intencionadamente?) con coincidencias muy favorables a las ventas, sigue la estela de obras anteriores (Brevísima historia del tiempo, 2005; La teoría del todo. El origen y el destino del universo, 2007) de Stephen Hawking, cuya condición física y su trabajo de años inspiran justificadamente admiración, afecto y simpatía. Pero una cosa es presentar una teoría física (una teoría no verificada) por la que Dios no sería necesario para explicar el “Big Bang” (éste habría venido determinado por leyes físicas) y otra, muy distinta, afirmar que, desde la Ciencia física, se ha logrado descartar la existencia de Dios, es decir, establecer la imposibilidad de esa existencia. Esto último, no sólo no es una imperativa conclusión lógica de ninguna teoría o descubrimiento de la Física, sino que rebasa las posibilidades o límites de esa ciencia. Y como hay que suponer que Hawking y sus compañeros no desconocen esas posibilidades o límites, es forzoso apreciar que en su trabajo científico ha interferido, desluciéndolo, un “a priori” no científico. Y la interferencia no puede considerarse involuntaria.

Hawking se ha metido en un charco ajeno a la Física. Es un reproche que no se puede dirigir al alemán Einstein ni al belga Georges Lemaître. Einstein no se sintió satisfecho con el Universo en expansión que resultaba de sus ecuaciones de la relatividad especial: prefería un Universo estático. De modo que introdujo la “constante cosmológica” para lograr el resultado de su preferencia. Pero, al actuar así, se inventó un elemento físico (y acabó lamentándolo como un gran error). Lemaître no estuvo nunca conforme con ese Universo estático (en 1927 defendía públicamente un Universo en expansión), pero durante años no convenció a Einstein ni a la comunidad científica (representada sobre todo por la Royal Society of Astronomy londinense). Al cabo, sin embargo, su teoría se vió avalada por las observaciones y hubo de ser considerado “padre del Big Bang”. Cambridge, Harvard, Princeton, etc. se rindieron ante una persona sólida y amable. El mismo Einstein le proclamó públicamente, en 1933, como la persona que mejor había comprendido sus teorías de la relatividad. Georges Lemaître era un físico y un sacerdote católico. No introdujo ingredientes religiosos en su trabajo como físico: sometió sus teorías y sus conocimientos a los observatorios. Dialogó seriamente con sus compañeros, comenzando por Einstein.

Sin duda, los físicos pueden, influídos por su específico trabajo científico, inclinarse, o no, al convencimiento personal de la existencia de un Dios creador. Lo que no pueden hacer, de acuerdo con el estatuto científico de la Física, es pretender que ésta les fuerza a creer en Dios o les compele a descartarlo rotunda y absolutamente. Y, para un físico (como para un jurista), una cosa es afirmar que no necesita a Dios para una de sus teorías y otra, muy distinta, proclamar que la Física excluye la existencia de Dios.

Me parece que se da un “a priori” en Hawking que es, en sus propias palabras, "expulsar al Creador". Ésa ha sido una de las prioridades de los defensores de la teoría de la auto-creación. Pero ocurre que esa hipótesis o teoría no excluye la referencia a un Creador. ¿Por qué? Porque si el universo tiene su origen y su estructura -sean como sean- en virtud de unas leyes físicas y si el universo se crea a sí mismo conforme a esas leyes, resulta ineludible preguntar cuál es el origen de esas leyes físicas. No pueden originarse con el universo, puesto que han de ser, de alguna manera, anteriores a él para poder originarlo. Tampoco pueden originarse a sí mismas, porque desde la nada absoluta no pueden auto-originarse las leyes de una Naturaleza que aún no existe, leyes que -en el mejor de los casos- coexistirían con la Naturaleza a medida que ésta fuese existiendo. Se llega, por tanto, a una aporía que ni los científicos ni los filósofos de la ciencia logran resolver (en buena medida, porque ni siquiera la reconocen). Así pues, incluso aceptando la hipótesis de que el universo se hubiera creado a sí mismo como propone Hawking, no resultaría irracional admitir la existencia de un Creador. Hago notar que aquí manejamos el concepto clásica de “la nada”, que es metafísico, filosófico: es, por decirlo coloquialmente, el absoluto no-ser y no-existir. Sobre esa “nada”, la Física carece de cualquier posible tarea. Y si Hawking u otros han inventado un concepto distinto de “la nada”, un concepto (presuntamente) perteneciente a la Física, tendrían que exponerlo. Mientras se callen, hemos de suponer que funcionan con el concepto común y habitual.

Hay, insisto, un “a priori” anti-Creador en Hawking, que no es un ingrediente de partida admisible del trabajo científico. Unos físicos podrán, en razón de sus específicos trabajos, sentirse personalísimamente inclinados a creer en Dios, a considerar simplemente aceptable o probable un Dios creador o a pensar, como Hawking, que Dios no existe. Pero si se trata de físicos rigurosos, lo que no pueden es pretender ni que Dios ha sido demostrado por la Ciencia física ni que la inexistencia de Dios deriva de descubrimientos físicos. Nadie prohíbe a los físicos hacerse preguntas que están más allá de la Física. Incluso resulta natural que se formulen esas preguntas. No se les puede pedir que no se planteen las preguntas últimas. Pero no será la Física quien pueda responder a ellas, ni en un sentido ni en otro. Hawking, sus fans y sus patrocinadores incurren en un abuso epistemológico. Y, como se ha dicho, vienen a mostrar que la filosofía es inevitable. Hawking y compañía, con la Física interferida y desbordada, estarían tratando de hacer filosofía, aunque mala. Curioso, con todo, que, al parecer, les interese la cuestión de Dios más que las galaxias. A la postre, estamos ante un anti-teismo en nombre de la Física, que es lesivo para la Ciencia y deja la cuestión de Dios sin respuesta fiable.

Cuando Tomás de Aquino afirma que Dios no nos resulta evidente o no es, para nosotros, “per se notum”, hace buena filosofía, perfectamente respetuosa con la Física, añado. Cuando Hawking descarta a Dios en nombre de la Física, se sale de la Física sin llegar a comenzar una filosofía que, al parecer, desconoce.

Ninguna filosofía o teología seria exigirá rechazar el “Big Bang”. Hay muchos datos físicos verificados para sostener ese origen de nuestro Universo, al que sólo unos muy ignorantes papistasmás-papistas-que-el-papa” (o gente parecida) opondrían el relato del Génesis en su pura literalidad. Ni la teología ni la filosofía permiten tampoco descartar un Universo sin límite temporal, en apariencia eterno, que seguiría siendo compatible con un Creador.

En el caso de Hawking, no dispongo de datos para atribuirle un sentimiento de odio. Deseo firmemente que carezca de él. Pero, a todas luces, no carece de un planteamiento “anti”, de una obsesión de oposición. Y, desde luego, son muchos los que se están sirviendo de Hawking para lanzar odiosos mensajes de odio. Es una pena, porque la exploración de una posible armonía o unificación de la relatividad general y la física cuántica es mucho trabajo pendiente y sería preferible no desviarse de esa o de otras tareas (ahí están, p. ej., la materia y la energía oscuras) para defender causas extra-físicas y desfilar enarbolando banderas “anti”.

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