UNA LECCIÓN DE PEDAGOGÍA,
A CARGO DE TOMÁS MORO
[Indispensable advertencia previa: el autor no cree que todo tiempo pasado haya sido mejor y, además, no siente ninguna nostalgia (y mucho menos nostalgia de tiempos escolares). Pero el autor sí tiene memoria. Y abrió y mantiene este “blog” para decir lo que honradamente piensa, que tampoco es lo primero que se le viene a la cabeza.]
Un número incontable de profesores, en todos los niveles educativos, detectan graves y básicas insuficiencias (vamos a llamarlas así) en sus alumnos. Los profesores de bachillerato (el actual) y de Universidad ven, por ejemplo, un déficit de conocimientos, muchos de ellos elementales. Pero también son muy llamativos los fallos de carácter (se ha hablado de carácter toda la vida y seguramente los lectores me entenderán, aunque ahora al carácter quizá se le llame de otra manera o se utilicen varias denominaciones para referirse a distintos aspectos del carácter: perdonen que sea un poco old fashioned y desconozca la más reciente terminología).
El caso es que nuestra sociedad está plagada de niños, adolescentes y jóvenes flojos de remos en todos los sentidos (también en el físico), caprichosos, indolentes, arrogantes, recalcitrantemente opuestos al esfuerzo intelectual, patológicamente consumistas y desconocedores de la responsabilidad personal. ¿Son una novedad absoluta? Desde luego que no. Siempre ha habido niños, adolescentes y jóvenes más o menos así, aunque ahora la adolescencia y la juventud hayan triplicado su duración habitual durante siglos. Lo que es nuevo es la alta proporción de los sujetos con esas características en el total de su grupo. Lo nuevo es que se pueda hablar, aunque figuradamente, claro, de una plaga.
Y a todas horas hablamos de este asunto, porque a todas horas lo vemos e incluso lo sufrimos personalmente (ya dije aquí, no hace mucho, que en la Universidad, especialmente en los últimos cursos, sufrimos bastante menos, porque una buena parte de los alumnos se han recuperado de su infancia y adolescencia lamentables y son hombres y mujeres maduros). Se habla de los malos y peores planes de estudio que los muchachos han padecido, se habla algo del "ambiente" y se habla también de los padres. Y, aunque, desde luego, los planes y el "ambiente" han sido y siguen siendo nefastos, los queridos papás y las queridas mamás han tenido y siguen teniendo bastante que ver en que sus retoños, demasiadas veces, dejen mucho que desear en conocimientos y en carácter.
Por supuesto, hay incluso “killers boys” y chicos con síndrome del niño tirano, etc., en los que sus padres volcaron muchos y acertados esfuerzos. Muchas veces, los pobres padres se preguntan “¿en qué hemos fallado?”, en plural (cuando la familia es biparental y estructurada), y no hay respuesta racional: no fallaron ellos, sino sus criaturas, porque, a fin de cuentas, eran libres y porque está también el ambiente, del que gran parte de responsabilidad incumbe a las autoridades públicas y a los dirigentes sociales, con frecuencia ejemplos perfectos de todo lo contrario de lo que unos buenos padres desean para sus hijos.
Pero ha habido y hay muchos padres que han propiciado catástrofes materiales e inmateriales de sus hijos, no sólo por no negarles nada material, por permitirles toda clase de bobadas y por no dedicarles el tiempo necesario, sino también -en esto me quiero centrar hoy- por educarles con alabanzas continuas y, más aún, en la búsqueda de la alabanza y de la inmediata recompensa al esfuerzo y al trabajo bien hecho. Pensando en esto, he recordado con cuánta fuerza, con qué convicción, habla de la educación de sus hijos, justamente en este punto, aquel humanista insigne, Tomás Moro. Y aquí les copio [de Un hombre para todas las horas. La correspondencia de Tomás Moro (1499-1534), selección, traducción, introducción y notas de A. Silva, Madrid, 1998] los párrafos más jugosos de la carta que Moro, el 22 de mayo de 1518, dirigía a William Gonell, tutor de la escuela que Moro mantenía en su casa y responsable directo de la educación de sus hijas, Elizabeth y Margaret, ambas cultísimas y la última, singularmente excelente en todos los sentidos, como consta en su correspondencia con el mismísimo Erasmo de Rotterdam. La cursiva es mía.
“Así como es propio del hombre bueno evitar la infamia, esforzarse para alcanzar renombre es señal de un hombre no sólo arrogante sino ridículo y despreciable. Desasosegado ha de estar el espíritu de una persona si está siempre vacilando entre la alegría y la tristeza según las opiniones de los demás. Entre todos los beneficios que la educación concede a los seres humanos, me parece que ninguno es más excelente que este, a saber, que por medio del estudio se nos enseña a buscar en el mismo estudio no el elogio, sino la utilidad.” [AOS: obviamente, no en sentido utilitarista]
Y, poco más adelante, prosigue Moro: “Os escribo por extenso sobre cómo evitar perseguir la fama, mi querido Gonell, por lo que me decís en vuestra carta de que el carácter sublime y excelso de Margaret no debe ser abatido [AOS: no se debe lesionar su autoestima, diríamos hoy]. En este juicio estoy de acuerdo. Pero me parece a mí, y a vos también sin duda, que se falsificaría un carácter generoso y una sublime aptitud intelectual si alguien la acostumbrara a admirar lo que es bajo y vano. “
Continúa Moro con muchos argumentos y, en un momento determinado, afronta una objeción de entonces y de ahora: “son unos niños”. Dice: “Supongamos, sin embargo, que os oigo ahora poniendo la siguiente objeción, a saber, que aunque estos preceptos sean verdaderos, se encuentran más allá de la tierna edad de mis hijas.” A esto responde de inmediato Moro como se transcribirá, pero señalo que, sin decirlo, esa respuesta se asienta sobre la base de una gran confianza en sus hijos, en la capacidad de los niños para entender y asumir algo que no es fácil. Dice Moro lo siguiente:
“Pues sería raro hallarse con un hombre, por viejo que fuera y avanzado en estudios, cuya mente esté tan fija y firme que no sienta algunas veces las cosquillas del deseo de la gloria. Mi querido Gonell, cuanto más acierto a ver la dificultad de deshacerse de esta peste de la soberbia, tanto más veo la necesidad de trabajar sobre este punto desde la niñez. Pues no encuentro otra razón por la que este mal ineludible se pega de tal manera a nuestros corazones si no es el que casi tan pronto como nacemos lo siembran en las tiernas mentes de los niños sus niñeras, lo cultivan los maestros y lo alimentan y maduran sus padres. Al mismo tiempo nadie les enseña nada, ni siquiera lo bueno, sin prometerles siempre que esperen alabanzas como recompensa y premio de la virtud. De esta manera, tan acostumbrados a amplificar la alabanza, se esfuerzan en agradar al mayor número posible de personas (es decir, al peor número) y acaban avergonzándose de ser buenos. Para que esta plaga de la vanagloria sea desterrada lejos de mis hijos, ójala vos, mi querido Gonell, y su madre y todos sus amigos, les canten esta canción, y la repitan y la martilleen en sus cabezas: que la vanagloria es despreciable, y algo sobre lo que se escupe, y que no hay nada más sublime que aquella humilde modestia tan a menudo alabada por Cristo.”
¿Se “pasaba” Moro? No lo creo. Porque su probado sentido común y su acuerdo con Gonell en no “abatir” a su hija Margaret indica que no rechazaría razonables estímulos y sí se opondría, en cambio, a humillaciones o a reprimendas impostadas. Lo que pide Moro es algo que los buenos y razonables padres han hecho durante siglos, sin haber leído a Moro: no educar niños “creídos”, sino inculcarles que valoren los esfuerzos de estudio y aprendizaje por lo que logran en su interior y porque esos esfuerzos son buenos. Y enseñarles que no se han dado a sí mismos la inteligencia que tienen y que no es buena cosa buscar como sea el aplauso social. Cuando vemos tantos que “se pasan de listos” (expresión interesantísima de nuestra lengua) y, al cabo, se suelen estrellar; ante tantos “números uno” de su promoción o selectos procedentes de los diversos "West Point", cerrados a aprender de nadie (lo saben todo); ante tanta buena gente sufriendo acomplejada (desasosegada, diría Moro) porque otros logran un reconocimiento social que ellos no tienen, etc., veo inobjetable la sabiduría de Moro, a disposición del que no quiera equivocarse más.
Por lo demás, las personas que saben y siguen aprendiendo de todos, ésas que no “se las dan”, sino que dan, ¿no nos parecen admirables y amables? Decididamente, tenía razón Moro con su radicalismo. Y ahora habría que recuperarlo. Porque ya está muy claro que no valen medias tintas. Y que "a grandes males, grandes remedios".
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